Por Patricio Olavarría
Periodista
Magister Comunicación Política de la Universidad de Chile
Ex director de Comunicaciones Consejo Nacional de la Cultura y las Artes
“La cultura no puede ser el vagón de cola de un gobierno, porque es el espíritu de un pueblo”, dijo recientemente Gabriel Boric en una visita al Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM) citando a Miguel Lawner (Premio Nacional de Arquitectura 2019).
Edificio que como sabemos se construyó durante el Gobierno de la Unidad Popular, en doscientos setenta y cinco días gracias a la fuerza de técnicos, obreros, ciudadanos y también artistas, que, con la idea de poner a la cultura en el corazón de la ciudad y la gente, levantaron una obra utópica que hoy después de casi cinco décadas, nos permite mirar este territorio, con más esperanza en un escenario político y social de cambios.
El futuro Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio tendrá que ponerse prioridades que en el mediano plazo pueden ser realizables, pero que van a requerir de nuevas energías y una subjetividad que impliquen modificaciones radicales. Mantener intacto el modelo de desarrollo cultural con el que ha navegado el país sería no comprender todo lo que ha sucedido; más aún, develaría cierta pobreza imaginativa de quienes busquen dar curso a un nuevo paradigma desde la cultura para un desarrollo humano de verdad inclusivo. Sin embargo, trazar una línea de transformaciones que impliquen hacer sintonía fina con la épica de los tiempos que corren, será la gran tarea.
La pobreza en la cultura no solo pasa por el presupuesto del Ministerio.
Centrarse a ciegas en esta discusión sería no salir del bucle economicista. En una familia no todo se resuelve con plata. Es evidente que se necesitan recursos y que llegar al 1% del gasto fiscal para el sector sería un logro sólido. Sin embargo, el asunto también pasa por reorganizar estructuralmente la institucionalidad, sus formas de financiamiento como los fondos concursables que han mostrado todas sus flaquezas durante la crisis sanitaria o la propia Ley de Donaciones Culturales (Ley Valdés, año 1990) instrumento, que a pesar de sus reformas y contribución debe ser revisado en profundidad. Los recursos no alcanzan para todos y por lo mismo la estrategia y el desarrollo de polos culturales o puntos de cultura, entre otros, como plantea el programa de Boric parecen interesantes.
El asunto es la inclusión de las comunidades y la descentralización de recursos para las regiones, pero no solo para aumentar las cifras oficiales de audiencias (dudosas siempre), sino para dar valor a una genuina relación entre el ciudadano y el creador, entre el habitante y su historia. Pero los retos son muchos y pueden ir desde una nueva discusión sobre los derechos de autor hasta una nueva ley del patrimonio o la regulación sobre las condiciones de trabajo de los trabajadores del arte, solo por decir algo.
Sin embargo, la institucionalidad cultural no solo debe recobrar su “inteligencia” y cercanía con la población. Se necesita en forma urgente reintegrar a la ciudadanía velando por sus identidades históricas y emergentes, además de la legítima libertad de géneros, formatos y estilos.
No se trata de un asunto abstracto o solo de una industria, aunque vaya que es importante que se democratice aún más la industria creativa, que no solo es fuente de trabajo y de exportación, sino además de resguardo de la salud mental y la calidad de vida, a través de música, películas, diseño y otras plataformas especialmente en pandemia. Estamos hablando de un proceso que es interminable y fundamental para el desarrollo de las democracias. Quienes más invierten recursos y ponen sus fuerzas en la creación, son las naciones con mejor calidad de vida. De eso se trata.
A un mes del cambio de mando, la cultura enfrenta un ciclo político prometedor, si pensamos que la lozanía de las nuevas autoridades se traduce en encontrar el sentido a las interpretaciones que la ciudadanía ha expresado en los últimos tiempos. Finalmente, si hay algo emancipador, es la cultura.