Pedro Mayorga Cordero
Director de Formación e Identidad
Santo Tomás Viña del Mar
La familia es fundamental para la convivencia social, pues es el “lugar” en donde aparece el lenguaje y junto con ello, el mundo. El mundo de las cosas, el mundo de las relaciones humanas y el particular mundo de nuestra intimidad. Precisamente, es en la familia donde comenzamos a actuar y a justificar nuestras acciones en el mundo, por ejemplo, si acaso somos objetivos en nuestras apreciaciones respecto a los hechos que se nos muestran, si acaso nuestro actuar es correcto hacia los demás, o bien, simplemente, si somos auténticos en lo que expresamos cuando hablamos de nosotros mismos.
La familia es un espacio de comunicación en el que se puede dar el entendimiento, la reflexión y la argumentación respecto de la verdad de los hechos (Mundo Objetivo), la rectitud de nuestro actuar para con otro (Mundo Intersubjetivo) y la autenticidad de nuestras vivencias (Mundo subjetivo). Efectivamente, a través de la conversación y el diálogo de sus integrantes se pone en ejercicio la capacidad de justificar racionalmente las acciones sociales a través de la propia argumentación.
Este empeño de las familias para poner esta sana práctica dialógica permite que desde nuestra infancia comencemos a entender que no somos el centro del mundo. No soy “yo” quien dice lo que es bueno o malo, lo que es correcto o incorrecto, lo conveniente o inconveniente. Son mis razones las que pueden aspirar a legitimar mis creencias, si son lo suficientemente convincentes para los demás. Esta pretensión de validez no puede fundamentarse a partir de lo que me place, de lo que me gusta o de lo que deseo, en definitiva, de mis caprichos. Precisamente esta situación hace que las expectativas del individuo en nuestra época sean inconmensurables y de una variedad infinita. Este universo ilimitado de expectativas subjetivas sobrepasa, incluso, la capacidad limitada de las instituciones para su respectiva satisfacción.
La reacción del individuo ante esta incapacidad es la frustración, la decepción y el desconsuelo. Ante esta desilusión la convivencia comienza a tensionarse, pues cualquier medio es legítimo para conseguir el fin deseado. La satisfacción del fin justifica cualquier medio utilizado, incluso, atropellando al otro. Todo se instrumentaliza, las personas, la comunidad, las instituciones, el país. Todo es un medio para el consumo desenfrenado e inagotable del propio ego.
Es muy necesario, entonces, la dimensión comunicativa de las familias, pues permite el hábito de racionalizar las intenciones, preferencias y decisiones. Es una tarea inclaudicable para la familia generar el hábito a “entenderse con alguien sobre algo” desde la argumentación y no desde la violencia. Si esta empresa familiar se frustrara, la educación a través de las escuelas se constituye en un posible camino de racionalización. El punto se torna dramático y crítico cuando no están ni las familias ni las escuelas. ¿Quién reemplaza estas ausencias? ¿Hay alguien que toma su lugar?