Por José Ossandón
Periodista
Director La Región Hoy
Qué manera de perder el tiempo en dar instrucciones inocuas sobre cómo debemos comportarnos con nuestros pares. He leído tanta información respecto de cómo debemos hablar o escribir que hoy casi me di por ignorante; pensé en que debía volver al colegio (qué tiempos, ¿no?)
Recordé la película La Naranja Mecánica, esa historia distópica en la que sus protagonistas creaban una nueva forma de comunicarse (de hecho, el libro, del gran escritor británico Anthony Burgess, cuenta con un glosario para entender a este grupo de jóvenes rebeldes que querían revolverlo —¿resolverlo anárquicamente?— todo y terminaron pisoteados con experimentos médicos y sociológicos).
Mientras la Convención avanza en su borrador constitucional, entrando en tierra derecha para próximamente ser votado por la ciudadanía, el Gobierno insiste en instalar conceptos y juegos de palabras que de verdad no se entienden.
No hay que ser purista en el lenguaje para darse cuenta que se están enredando en una materia que de seguro poco conocen.
Existen prestigiosas universidades que imparten doctorados de lingüística, un espacio donde los expertos, los pedagogos, los académicos, se especializan en el origen, modo, trato y futuro de nuestra PALABRA.
La lengua está viva, claro. Pero no es un recreo de cabros chicos ni un territorio desolado. La cultura no le pertenece a los eruditos, estamos claros, pero tampoco es un zafarrancho. Para poder comunicarnos, como lo hacemos ahora, nuestros antepasados debieron acostumbrarse a los cambios. De sois a eres, de vos, a tú… Cosas como ésas.
El idioma es una torre de Babel. Hay palabras que en el español, nuestra lengua nativa, provienen del árabe, como también existen otras que fueron heredadas de nuestras culturas primigenias. Incluso, algunos estudios dicen que el mapudungun podría tener origen chino (harina de otro costal).
Pero no podemos instruir a la ciudadanía a que a los niños se les puede decir niñes (mi hija de 11 años me preguntó qué cresta era eso) o que a nuestros hijos decirles menores es prácticamente apocarlos.
O que si le dices “mi” lo estás poseyendo.
Mis hijas son mías, como a mí me dicen “mi papá”.
Mi esposa, es mi esposa. Mi casa es mi casa, mi dios es mi dios y mis penas y penurias también son mías, ¡carajo!
¡Ah! Allí sí debe el gobierno tomar atención: en mis problemas, en mis carencias, en mis problemas con la salud, con la educación, porque resulta que al colegio donde van mis cabras sale un ojo “DE MI CARA”.
Dejémonos de eufemismos, señores, señoras y señoritas: el país necesita con urgencia mensajes maduros (no el de Venezuela).
Fuente de fotografía principal: Infobae.