Por Silvio Becerra Fuica
Profesor de Filosofía
En un día como hoy, en plena época de pandemia y de cambios sociales, ad portas de que los ciudadanos de nuestro país deberán pronunciarse en un Plebiscito de salida, respecto de la aprobación o rechazo del texto propuesto para una nueva constitución, según lo acordado por las diferentes instancias político-partidistas y requerimientos de la sociedad civil; se instaló en mi mente la idea de hacer un recordatorio del insigne poeta chileno, Pablo Neruda, seudónimo escogido por éste, mediante el cual fue reconocido por todo el mundo; el que sin duda terminó por opacar y poner en segundo plano su verdadero nombre “Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto.”
Hablar de Pablo Neruda es hablar de poesía, cultura, política, compromiso y una potente e inclaudicable disposición para la crítica social, aspectos entre otros, que muestran un perfil que amalgama en una sola persona, una especial potencialidad, que en el transcurso de su vida (1904-1973), se fue actualizando acorde a las variadas situaciones de vida que le tocó enfrentar; muchas de ellas relacionadas con sus duros orígenes, su evolución en el ámbito de la poética y la política, como también la persecución de que fue objeto por este último motivo; coronándose sus esfuerzos al recibir el Premio Nacional de Literatura (1945) y el Premio Nobel de Literatura (1971).
Después de estas palabras de contexto y para ser consecuente con el epígrafe de esta columna, no obstante la gigantesca obra literaria de Neruda, me quiero referir a una de estas, que lleva por título “Residencia en la Tierra,” de elaboración temprana (1933-1935), mediante la cual manifiesta una gran actitud, de ribetes poéticos, que se entremezcla con una resonante metafísica, que tiene como característica, la entrega al lector de elementos que por un lado rayan en lo abstracto, pero que por otro, en un punto determinado, se ligan con la realidad conocida por cada uno de los hombres que habitan no solo nuestro país, sino que la tierra misma en cuanto planeta, lo que ubica a su obra en el marco de la universalidad.
“Residencia en la Tierra,” es una obra no tan conocida popularmente, que presenta a un Neruda más universal, como ya se dijo, que se escapa del ámbito reduccionista de lo inmediato —algo de lo que los chilenos conocemos mucho—, enfilando rumbo hacia lo inconmensurable, hacia el infinito que se hace carne en las posibilidades de lo humano; donde todo fluye y nada parece un impedimento. Es el fragor y la lucha del espíritu que no da un paso atrás, dentro del cual todo es posible.
Alguien diría, que esta es la plataforma epistemológica que pudiese utilizarse, como para poder entender que los seres humanos, en cuanto tales, sólo somos una especie residente para la tierra, de la cual dependemos en todo, pero que de nosotros nada requiere, pues se basta a sí misma para sus naturales procesos.
Lo anterior nos lleva a pensar, que el planeta Tierra tiene una edad difícil de mensurar, en la cual nuestra actual ocupación y usufructo de esta, es una que no pasa de ser en sus efectos temporales, nada más que un suspiro sin oportunidad para consolidarse, quedando el destino de lo humano, expuesto a las poderosas fuerzas entrópicas del universo, frente a las cuales sólo queda agachar la cerviz, pues la existencia de la humanidad desde su génesis hasta el día de hoy -lo que consideramos un gran espacio de tiempo- no pasa de ser un mero punto en el cosmos.
En este contexto, la existencia material de la Tierra es algo que las ciencias atingentes por siglos han tratado de establecer. Al respecto los geólogos y geofísicos modernos, estiman que la edad de la Tierra es de aproximadamente unos 4500 millones de años; entregando también apreciaciones numéricas de nuestro habitar en ella, donde el humano con características anatómicas modernas, según diferentes investigaciones habría surgido hace 300.000 o 200.000 años, lo que resulta ser una nimiedad comparativamente con el existir del planeta Tierra que habitamos; donde, considerando los diferentes ciclos evolutivos que ha soportado, dejan a la disposición de nuestra imaginación, la posibilidad de que en esta, pudiesen haber existido innumerables civilizaciones y culturas, anteriores a la actual, que tuvieron y completaron un ciclo, —nacimiento, evolución y término— situación que según indica el pensamiento lógico, debería ser el destino que corresponde cumplir a la actual humanidad, bastando para ello, todas las señales que la naturaleza nos está entregando, desde el momento en que se originó la revolución industrial, señales que en el siglo XXI ya están poniendo en crisis al mundo entero, siendo una prueba de ello el llamado “cambio climático,” fenómeno que no obstante ser una realidad palpable, producto de marcados intereses económicos, ha llevado a los países más desarrollados a desconocer e invisibilizar dicha realidad, situación que pone a la humanidad en un grave riesgo, que a la larga nos pone en situación de ir quemando etapas que podrían llevar al cumplimiento de una muerte anunciada, que es el destino que voluntariamente se está construyendo la actual humanidad.
Demás está decir que este proceso, puede tener una mayor o menor celeridad, según sea la acción de los actuales residentes del planeta Tierra, los que hacen oídos sordos a los avisos que la naturaleza en forma permanente les entrega —terremotos, Tsunamis, aluviones, inundaciones, sequías y todos los demás efectos, que forman parte del cambio climático—.
Si bien la idea de esta columna consistía en hablar de Pablo Neruda y sacar a la luz lo mejor de este, en beneficio del proceso histórico de cambios que vive nuestro país, no puedo dejar de reconocer, que entrar al ámbito de su obra “Residencia en la Tierra”, fue como entrar al mundo controvertido del autor, en que el lector se siente arrastrado, transportado y atrapado por la celeridad del cambio y por la presente ambivalencia de sus contenidos ora ideas, ora realidad, donde lo que pudiera ser interpretado como un dualismo excluyente; arriesgo decir, que su entreverado arte literario-poético, es parte de un todo, donde lo uno y lo otro son parte de un mismo pensar y de un mismo hacer.
Esta es según mi discreta opinión la forma y el estilo de vida de Neruda, que desde sus primigenios escritos fue marcando el camino de lo que sería su producción literaria, ante la cual, en un momento determinado, el mundo se rindió a sus pies, al otorgársele el Premio Nobel de Literatura en 1971.
Neruda deja a los chilenos y al mundo, persistencia en lo cultural y en lo político, como asimismo una entramada y rica imaginación que se manifiesta en su extensa obra. Finalmente, sólo queda decir que, para conocer en toda su dimensión a nuestro gran poeta, es necesario leerlo y sin duda, de esta lectura emergerán valiosas enseñanzas, para los que viven la cultura en general y las artes en particular.