Por Leonardo Carrera Airola, Académico de la Licenciatura en Historia UNAB, sede Viña del Mar.
Los orígenes del cristianismo se remontan a un momento muy particular en la historia de la Humanidad: la Paz que Octavio Augusto (23 a.C.-14 d.C.) devolvió al orbe mediterráneo y que hizo de Roma no solo el centro de un Imperio sino el centro de un mundo en paz, germinando una de las etapas más promisorias de toda su trayectoria histórica.
En otras palabras, Jesucristo, el “Rey de la Paz”, nació en una época de paz universal –dada la vocación ecuménica de Roma–, de manera que Augusto, aquel salvador que recobró la concordia entre los hombres, habría sido –según una lectura providencialista de la historia– una prefiguración de la venida del Mesías enviado por Dios y vaticinado por los Profetas.
No deja de tener sentido esta alegoría, por cuanto la renovación exterior del mundo fue una condición propicia para la difusión de la Buena Nueva –esto es, del evangelio– a todo aquel que estuviera dispuesto a emprender una renovación interior.
Y es que, según las propias enseñanzas de Jesús, la nueva fe no debía ser exclusividad del pueblo judío; se trataba justamente de una religión universal –católica– que, a través del bautismo, hacía entrar a todas las personas en una común unión como hijos de Dios, configurando un Cuerpo Místico cuya cabeza es Cristo –el ungido–.
En definitiva, esta religión asumiría la difícil responsabilidad histórica de crear una “nación nueva” –por utilizar las palabras del anónimo autor de la Epístola a Diogneto, escrita a fines del siglo II–, ya no delimitada por regímenes gubernativos, barreras idiomáticas o fronteras políticas, y, por lo mismo, llamada a transformar profundamente la sociedad de la época.
En efecto, tanto el atractivo como la originalidad del cristianismo fueron –lenta, pero progresivamente– permeando en la sensibilidad religiosa de los contemporáneos hasta llegar a remover, en muchos de ellos, el sentido último de su existencia, proceso complejo y dispar que, sobre todo gracias al ímpetu misionero de las primeras comunidades cristianas, como también a la determinante alianza que, a partir de principios del siglo IV, se operó entre la Iglesia con el poder romano, contribuye a esclarecer cómo un hecho marginal –el nacimiento de Cristo–, que había pasado completamente desapercibido para la gran mayoría de la sociedad grecorromana, se transformó en un acontecimiento central dentro de la existencia humana, al punto de marcar el comienzo de una nueva era para la civilización occidental.
Después de todo, la trascendencia histórico-religiosa que subyace tras la conmemoración de la Natividad de Jesús es que, en cuanto símbolo de su Encarnación, representa el comienzo de nuestra redención. De ahí que la tradición de Navidad esté revestida, para el mundo cristiano, de un embriagante sentimiento de alegría y esperanza: porque nos recuerda que Cristo adoptó una doble naturaleza –ya no únicamente divina, sino además humana.