Hace veinte años se publicó 2666, novela póstuma de Roberto Bolaño. En ella, además de la maestría ficcional del autor, el tema central que atraviesa todo son los feminicidios de Ciudad Juárez —Santa Teresa, en la ficción—, suceso real ocurrido entre las décadas de 1990 y 2000. Se ha constatado que cientos de mujeres desaparecieron o fueron violentamente asesinadas sin explicación, ni hallados los culpables.
Un sinnúmero de investigadores locales e internacionales —incluido Robert Ressler, destacado criminólogo e inspiración de Mindhunter, de David Fincher—indagaron por explicaciones, teorizando e intentando dar certezas entre la incertidumbre. En la ficción, en cada capítulo de 2666 acecha la monstruosidad: Bolaño tensiona el arco narrativo, creando una atmósfera pesada y acalorada, vertiginosa y a paso cansino, violenta y desoladora, en la cual se percibe la presencia de un enemigo omnipresente y apenas visible a través de susurros. Lo monstruoso en la novela de Bolaño es exactamente lo que debería estremecer, cual azote frío que baja por la espalda, a Latinoamérica hoy: carreteras desoladas y cadáveres en zanjas; impunidad y justicia paralela; terrenos baldíos y cuerpos entre la basura; policías y jueces infiltrados por el narcodinero. En simple: descomposición institucional y ausencia de Estado.
Lo de Ecuador funciona como un reflejo —distorsionado— de un largo y rápido camino a un común despeñadero. La imagen de ese 9 de enero dio vueltas al mundo. Un canal de televisión tomado por soldados del narco, armados y encapuchados, intimidando a conductores, camarógrafos y televidentes en medio de la transmisión. Horror sin ficción. Y ahí, en medio de muerte y excepciones constitucionales, secuestros y balaceras en la Universidad de Guayaquil, toda Latinoamérica, recuperando algo de cordura, sintió al monstruo, cerca, pisando los talones. No es extraño que lo de Ecuador —estallido armado criminal— provocara una rápida reacción y altisonantes declaraciones que los medios latinoamericanos recogieron.
La consternación y el horror empujaron la decisión de hacer frente al monstruo. “No somos Ecuador”, “estamos lejos de serlo”, resonó cual mantra por los palacios presidenciales. Pero lo cierto, y terrible, es que la literatura especializada pondera dichas aseveraciones. Solo como ejemplo: el crimen organizado no actúa de forma solitaria en un territorio, sino que se asocia con otros grupos, operan de forma transnacional y no reconocen fronteras (“El crimen en América Latina: desorden, fragmentación y transnacionalidad”, Uribe, 2021, o “La trata de personas en los Andes (…)”, Dammert-Guardia et al., 2020), además de que estas asociaciones tienen como finalidad la captura del Estado (“La captura del Estado peruano por el narcotráfico (…)”, Zúñiga, 2020). La acción de estos grupos organizados tiene décadas y ha permeado toda la región, probablemente infiltrándose en la médula institucional. De ahí, que el panorama es incierto no solo en Ecuador y los Estados deben hacerse presentes mediante políticas públicas eficientes e interrelacionadas: el problema no es solo policial y carcelario, sino cultural, educativo y, sobre todo, social.
Un Estado que desaparece social y culturalmente, irremediablemente entrega carreteras, zanjas, terrenos baldíos y ciudadanos a la oscuridad. Y, si leyésemos atentos, los monstruos que allí habitan —desde el narcotráfico hasta el populismo— llevan varios años al acecho, esperando la oportunidad de hacerse visibles.
Dr. Fabián Andrés Pérez Pérez, académico Departamento de Humanidades UNAB, Viña del Mar.