Según Aristóteles, toda actividad humana tiende a un fin -telos-, lo que nos lleva a entender la idea del fin deseado como la búsqueda del bien. Este teleologismo -finalismo- identifica el gran fin al que tendemos los seres humanos, ya que aspirar a encontrar el bien, es llevar a buen término el fin que tiene que cumplirse, con la realización de su esencia y de sus potencialidades.
Por tanto, tiene que haber un fin último, querido por sí mismo y que sea el fundamento de todo lo demás; si esto no sucediera y los fines fueran medios para otros fines, y así hasta el infinito, nos encontraríamos con la paradoja de que los fines son fines de nada, lo cual les haría absurdos e innecesarios -ineficaces-.
Este fin último o bien es la “felicidad” -eudaimonía en griego-, y por eso, se dice que la ética Aristotélica es eudaimonista, porque considera que el fin último -bien- perseguido por el hombre es la felicidad. Esto nos lleva al problema de tener que definir que sea la felicidad y que es lo que la procura.
Para unos la felicidad se alcanza con riquezas; para otros con honores y fama; otros a través del placer.
Sin embargo, dice Aristóteles, todos estos no son más que bienes externos que no son perseguidos por sí mismos, sino por ser medios para alcanzar un fin superior: “la felicidad”, siendo esta la única que se basta por sí misma para “ser”. Los bienes externos se buscan porque pensamos que éstos pueden acercarnos más a la felicidad, aunque su posesión no implica que seamos felices.
Tampoco significa que el bien sea trascendente al hombre, es decir un bien en sí, separado de los bienes particulares; Aristóteles afirma que solo es posible realizar el bien en situaciones concretas y particulares y nunca iguales. “No es la salud lo que considera el médico, sino la salud del hombre, y aún más, la salud de tal hombre, porque es al individuo al que cura”.
Por lo tanto, pese a que no haya un acuerdo entre los hombres acerca de que proporciona la felicidad como bien último del hombre, la ética ha de dilucidar que clases de bienes hay.
Según Aristóteles, existen bienes externos -riquezas, honores, fama, poder- bienes del cuerpo -salud, placer, integridad- y bienes del alma -contemplación, sabiduría-.
No por poseer riquezas garantizamos la felicidad, tampoco solo el placer nos hace felices; se necesita algo más para serlo y en eso nos distinguimos de los animales. Aunque estos bienes externos no basten para alcanzar este preciado bien -felicidad- sin embargo ayudan. Según esto, Aristóteles mantiene una postura moral bastante realista, en que el bien no puede ser algo ilusorio e inalcanzable, dado que sin ciertos bienes externos como la salud por ejemplo, la felicidad sería imposible de alcanzar -son un medio-. Entonces ¿en qué consiste la felicidad?
Para Aristóteles, el mayor bien para un hombre es el pleno desarrollo de aquello que le es esencial; la inteligencia y la actividad contemplativa, pero será la virtud de la sabiduría, la que procure al hombre la verdadera felicidad, aunque deba conjugarla con otras virtudes y con los bienes exteriores.
Aristóteles sostiene que la felicidad puede explicarse en términos de razón, que es la función o actividad propia de los seres humanos, felicidad que depende de la actualización o completa realización de nuestra racionalidad.
La consideración de las condiciones que se requieren para alcanzar la felicidad lleva a Aristóteles a considerar el qué sea la virtud, la cual se refiere a la excelencia de una cosa, y por lo tanto a su disposición para ejecutar con perfección su función propia, por ejemplo, un cuchillo virtuoso es el que corta bien. De la misma forma una persona virtuosa vive de acuerdo a la razón, al desarrollar su potencialidad.
Existen dos tipos de virtudes, las morales y las intelectuales, siendo las morales, aquellas que tienen que ver con la elección de acciones de acuerdo con principios racionales, son fruto de la costumbre y no producto de la naturaleza. La contemplación de las verdades teóricas y el descubrimiento de los principios racionales que controlan las acciones cotidianas dan lugar a las virtudes intelectuales, las cuales son producto del magisterio, requiriendo experiencia y tiempo. Pero si bien la contemplación es una actividad que puede llevar a las personas a la más alta felicidad, está limitada a unos pocos; las virtudes prácticas en cambio, están al alcance de cualquier persona.
Las virtudes no nacen por naturaleza, sino por el perfeccionamiento que nuestra naturaleza nos permite hacer de éstas por la costumbre. Lo que la naturaleza nos da, es una potencialidad que nosotros traducimos en actos. Es por eso que Aristóteles da la máxima importancia al hecho de contraer desde la misma adolescencia, determinados hábitos que nos lleven a la virtud, concepto que en el día de hoy aún se sigue manteniendo, esto es, la adquisición de hábitos para un mejor desempeño del individuo tanto en la vida individual como colectiva (Libro II, Cap. I).
Según Aristóteles, los hábitos necesarios para alcanzar la virtud moral no son asunto personal, sino que se forman en una estructura sana, en términos sociales y legales. Teniendo en cuenta esto, es que Aristóteles desde el punto de vista de la política, dice que el bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo, pero se reviste de un carácter bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado entero.
Ética y política se refieren ambos al bien del hombre, y el bien de la ciudad, porque la felicidad de la comunidad como un todo es la suma de la felicidad de cada individuo que integre esa comunidad.
Para finalizar, es interesante destacar que desde Aristóteles a nuestros día la búsqueda del bien o felicidad, es un fin que siempre ha sido común a todos los seres humanos, sea cual sea su condición humana o la época en que les tocó vivir, llevándolos a concentrar todos sus esfuerzos en esa tan ansiada búsqueda; la que tiene características especiales que nada tienen que ver con lo material, sino que más bien, con lo espiritual y lo intelectual, que se traduce en la sabiduría que nos deja la ética al ser puesta en práctica, mediante el actuar moral de los seres humanos en sociedad.
Silvio Becerra Fuica, Profesor de Filosofía.