Este domingo 28 de julio, en medio de un ambiente polarizado y enrarecido, se celebrarán las elecciones presidenciales en Venezuela. A lo de polarizado y enrarecido, debería agregarse otro elemento para el análisis: escepticismo o, derechamente, una mirada descreída. Hay varias cuestiones que impulsan a esto último y que, derechamente, levantan suspicacias entre oficialistas y opositores en Venezuela, entre afines y contrarios al régimen/gobierno de Maduro en toda América Latina, entre una izquierda más radicalizada que le apoya, una más moderada que se desliga en cuanto puede, una derecha moderada que siempre le ha visto como un régimen no democrático que debe ser extirpado y una derecha afiebrada que ve en el difunto Chávez y, por ende, en su forzado heredero, Nicolás Maduro, la encarnación del mal. ¿Qué se define el domingo? ¿Cuáles son los escenarios posibles? ¿Le importa —o debería importarle— al resto de Latinoamérica? Son varias las preguntas que rondan sobre el proceso y, en estos últimos días, son varios factores los que dejan más incógnitas. Deberíamos analizar, al menos, dos o tres puntos de muchos posibles.
1.- “Yo o el abismo”. En el último tiempo, hemos visto que en el ámbito político internacional crece peligrosamente la retórica maximalista que invita a la elección entre una opción o el caos, un camino o la muerte, la seguridad o el peligro, la estabilidad o la anomia. Biden (y el Partido Demócrata, en general), cuando comenzó su carrera por la reelección en contra de Trump —que terminó abruptamente este fin de semana pasado—, aludió constantemente a la retórica del vacío: yo o el caos, yo o el monstruo, yo o el fin de la democracia. Trump, por otra parte, ocupa la misma lógica, a la inversa: yo o la corrupción, yo o la agenda woke, yo o el internacionalismo de izquierda. En Europa, hace un mes, en las elecciones francesas se instaló la misma consigna, esta vez en forma de mantra: yo (la centroizquierda o la izquierda) o el fascismo, yo (la cordura o la social democracia) o el fin de la democracia. En Chile, para no ir más lejos, la derecha más radical ha instalado el mismo sentir: yo (la seguridad y el orden) o el fin de Chile (las invasiones extranjeras, el crimen organizado, la dictadura del proletariado o lo que fuere). En Venezuela, Maduro, a pesar de que durante la campaña —patrocinada con fondos, plataformas y poderes estatales— ocupó una retórica cargada de eufemismos que ofrecían el binomio “yo o el abismo”, la semana recién pasada fue un paso más allá: “yo o un baño de sangre” y “yo o una guerra fratricida (producto de los fascistas)”. Rápidamente, esto llamó la atención interna y externa al proceso, pues abonó los terrores más comunes de un país golpeado por la crisis, el exilio forzado y autoimpuesto y una democracia cuestionada y maquillada: a) la presión bélica y el peso de la violencia sobre una población ya fatigada y desesperanzada por la crisis económica, la polarización, la persecución de las ideas disidentes y b) la pérdida de la poca esperanza que había sobre un proceso justo y transparente.
2.- Sobre esto último, un proceso eleccionario justo y transparente, habría que ser un poco más incisivos. La oposición sospecha, la mayoría de las veces con razones fundadas, en que la pelea electoral no es justa. Con María Corina Machado, la principal figura opositora y otrora favorita en las encuestas, inhabilitada para ser candidata presidencial, se hizo evidente que alguna argucia o astucia se urdía en las oficinas del palacio presidencial y en los cuarteles bolivarianos con el fin de ganar, como sea y a cualquier precio, las elecciones. Pero (aquí la contradicción) la idea de Maduro de mantenerse en el poder por seis años más —añadidos a los once que lleva en el Palacio de Miraflores— es interpretada por la oposición al régimen como una señal de debilidad. Maduro no es Chávez, es evidente. Este último, tenía una mayor capacidad política que el actual mandatario y una mayor línea de crédito electoral: ni aun muerto pudo traspasar su total apoyo electoral traducido en cantidad de votos a Maduro. El actual presidente osciló entre varios contrapuntos: revolucionario chavista acérrimo, místico y radical cristiano, entre otras facetas. Desde ahí, al no contar con todo el apoyo absoluto que pretende, ha endurecido su discurso y dejado influir por la deriva personalista (que fue el gran error de Chávez y el origen del problema de apoyo a Maduro) y autoritaria. Da la impresión, desde fuera, que ni el propio Maduro ve esperanza de ganar si no es por el amañe eleccionario o, al menos, la presión del abismo sobre los electores.
3.- Sobre esto último, el desapego de la izquierda latinoamericana e internacional ha sido evidente. Boric, por ejemplo, al ser electo Presidente de Chile y ante las felicitaciones de Maduro, no tuvo reparos ni demoras en criticar su falta de “apego irrestricto a los Derechos Humanos”; Petro, Milei o Bukele —estos últimos, también en la deriva del personalismo y el autoritarismo populista—, han tenido manifiestos cruces con el gobernante venezolano. Y en esta última semana antes de las elecciones, Lula, antes amigo del chavismo y la revolución bolivariana, expresó su perplejidad y temor frente a las declaraciones de Maduro (a lo que este lo mandó a “tomar manzanilla” para el susto), o el expresidente argentino Alberto Fernández que acaba de denunciar que se le desconvocó de la invitación para ser observador de la transparencia del proceso eleccionario, lo que apunta, si leemos entre líneas, que no será del todo justa la elección o podría haber irregularidades.
Lo cierto es que el panorama electoral venezolano se ve complejo, en el delirio, en la oscilación, en la incertidumbre. Sectores oficialistas, como el hijo de Maduro, avisan que respetarán el resultado de las elecciones. Sectores opositores, desconfían de las declaraciones del oficialismo. Lo que podemos intuir —y que atemoriza— es que las elecciones pasarán por los intersticios de grandes cuerpos que decidirán todo: el ejército y las élites bolivarianas. Ni siquiera hemos mencionado las conexiones del estado venezolano con el crimen organizado, sea el cartel de Aragua (que en palabras del gobierno a) nunca existió, b) existe en el extranjero o c) existió, pero fue eliminado) o los niveles de corrupción que, según varios organismos internacionales, son altísimos. Lo evidente, hasta antes de las elecciones, es que hay un panorama incierto y un ambiente cargado de tensión que solo abre más preguntas. Esperemos que los electores no deban mirar el abismo, porque, como propuso Nietzsche, este puede mirar de vuelta, no se puede soportar y es indómito.