Tras las recientes elecciones en Venezuela, se tejieron un sinfín de dudas sobre la legitimidad del resultado informado por la institucionalidad venezolana. La falta de transparencia en el conteo de los sufragios, la ausencia de actas y las irregularidades en el proceso han llevado a muchas democracias a condenar lo sucedido, o bien a exigir transparencia en la verificación de las actas y en general del verdadero resultado de este proceso. Incluso, algunos mandatarios no dudaron en proclamar como vencedor a Edmundo González, el candidato opositor que ha desafiado abiertamente al régimen de Nicolás Maduro.
Uno de los gobiernos que mantuvo una postura cautelosa fue el de Chile. El presidente Gabriel Boric, en un primer momento, decidió no pronunciarse ni reconocer el triunfo del dictador Maduro, hasta que se comprobara fehacientemente la legitimidad de los resultados. Esta prudencia inicial generó reacciones dentro y fuera de Chile. Sin embargo, la decisión del gobierno chileno de no reconocer en forma inmediata el triunfo oficialista en el país caribeño trajo consigo consecuencias diplomáticas importantes y particularmente graves para un país como Chile que ha recibido y sigue recibiendo gran parte de la ola migratoria venezolana: la expulsión del cuerpo diplomático chileno de Venezuela y el cierre de la embajada venezolana en Santiago.
Esta semana, Boric ha adoptado una postura más tajante, declarando a través de su cuenta de X: «El Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela termina de consolidar el fraude. El régimen de Maduro obviamente acoge con entusiasmo su sentencia, que estará signada por la infamia. No hay duda de que estamos frente a una dictadura que falsea elecciones, reprime al que piensa distinto y es indiferente ante el exilio más grande del mundo”.
Las palabras del presidente chileno no pasarán desapercibidas, y desde luego despertarán la furia y la vulgaridad que caracterizan las respuestas de Maduro y su círculo cercano. Sin embargo, considero que Boric ha actuado de manera correcta. Bajo el prisma de la democracia y la condena a la violación de derechos humanos, no se puede ser tibio ni permitir indulgencia alguna, sin importar quién sea el responsable de tales violaciones.
En este contexto, debe haber un apoyo cerrado y transversal de toda la clase política y la opinión pública chilena a la posición de Boric. Su postura no solo refleja su compromiso con la democracia (que amén de las diferencias política que se pueda tener con su persona y su proyecto, me parece incuestionable), sino también la memoria histórica de una sociedad que sabe lo que significa vivir bajo una dictadura, y que por tanto valora la democracia.