Este 2025, el Trabajo Social en Chile cumple 100 años desde la creación de la primera Escuela de Servicio Social. Un siglo de compromiso con la justicia social, la dignidad humana y la transformación de realidades. En este contexto, considero interesante reflexionar sobre la discusión abierta que existe sobre las distintas rutas de formación profesional que han sostenido y diversificado el ejercicio del Trabajo Social en nuestro país.
La Ley N° 20.054, que en 2005 restituyó el rango universitario exclusivo para el Trabajo Social, buscó fortalecer el desarrollo disciplinar, manteniendo en la formación a nivel técnico profesional la formación de Asistentes Sociales, cuya ruta académica les permite eventualmente optar a una licenciatura en Trabajo Social.
Desde 2016, la gratuidad en educación superior ha permitido que miles de jóvenes accedan a carreras como Servicio Social en instituciones técnico-profesionales acreditadas. Esta política pública ha sido una herramienta de inclusión, especialmente para estudiantes del 60% más vulnerable, transformándose en una oportunidad de equidad que permite que personas con vocación y capacidad accedan a una formación pertinente y transformadora.
Sin embargo, la paradoja es evidente: el Estado financia la gratuidad en institutos, pero al mismo tiempo se abre a discutir la legitimidad para formar a profesionales del área.
Las universidades chilenas han sido históricamente espacios de consolidación del pensamiento crítico, la investigación aplicada y el desarrollo de modelos de intervención social. Su aporte es indiscutible: programas acreditados, cuerpos académicos con trayectoria investigativa y vínculos internacionales que fortalecen la formación profesional. La formación universitaria permite una profundización teórica y metodológica que enriquece la práctica del Trabajo Social en contextos complejos, como la gestión pública, la investigación social y el diseño de políticas.
Desde los Institutos Profesionales el aporte también ha sido relevante, estos espacios han formado generaciones de profesionales que intervienen directamente en los territorios, con enfoques prácticos, éticos y contextualizados. En muchos casos, sus egresados son quienes sostienen la intervención social, colocando principalmente un foco en una atención directa, empática y consciente del privilegio de atender a sus propias comunidades.
Las universidades aportan investigación y desarrollo disciplinar; desde los institutos, acceso, pertinencia y arraigo territorial, haciendo carne el desarrollo disciplinar. No se trata de elegir entre una u otra, sino de articular saberes, reconocer capacidades y construir puentes que permitan que el Trabajo Social siga siendo una herramienta de transformación social, sin exclusiones. En eso la discusión debiera quizás instalarse en asegurar espacios formativos de calidad, con las correctas acreditaciones técnicas, en parámetros formativos de excelencia, o en promover incansablemente la inclusión obligatoria de nuestra profesión en el código sanitario y en otros espacios laborales, o quizás debamos discutir del impacto que ha provocado un modelo que ha neoliberalizado incluso las posiciones de quien puede o no estudiar lo que dicta su vocación.
Carla Meyer Arancibia
Asistente Social
Académica área de Ciencias Sociales IP-CFT Santo Tomás Viña del Mar




















