Por Paula Molina
Químico farmacéutico de Farmacias Ahumada
Hoy la obesidad es un problema sanitario global. De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), su prevalencia se triplicó entre 1975 y 2016, afectando a casi dos billones de personas mayores de 18 años. En Chile el panorama tampoco es alentador; antes de la pandemia, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señalaba que el 34,4% de la población mayor de 15 años presentaba altos índices de obesidad. Luego, y debido a las cuarentenas, el 44% de los chilenos había experimentado un alza importante de peso, de acuerdo a la Encuesta de Consumo de Alimentos y Ansiedad durante la cuarentena por COVID-19 en Iberoamérica.
Según la clasificación de la OMS, la obesidad es el anormal o excesivo almacenamiento de grasa, lo que se refleja en un Índice de Masa Corporal (IMC) igual o superior a 30, y que puede generarse por un desbalance energético o patologías genéticas. Sin embargo, aun cuando existen voces que la catalogan sólo como un factor de riesgo –asociada a un sinnúmero de otras enfermedades-, la obesidad sí es una enfermedad por sí misma.
Los alimentos ultra procesados –ricos en grasas, azúcares y sal- junto con la falta de actividad física (debido al estilo de vida actual) son agentes ambientales que inciden de manera importante en la obesidad. Si a esto le agregamos factores que también generan un desbalance energético (donde ingresan más calorías de las que se consumen) como el estrés, alteraciones metabólicas y hasta algunos fármacos, se produce una acumulación anormal de grasa con un aumento progresivo del peso. Si pensamos que cualquier enfermedad es la interacción entre un huésped y uno o más agentes ambientales, no hay duda que la obesidad es una de ellas.
Actualmente, la OMS la considera una enfermedad crónica, definición que abre la posibilidad para la gestión de recursos para su prevención, tratamiento e investigación. No obstante, en Chile recién a fines del año pasado se presentó un proyecto de ley para declararla como tal, estableciendo una Política Nacional de Alimentación Saludable y Prevención lo que permitiría enfrentarla de manera interdisciplinaria.
Esta concepción es clave si consideramos que ésta afecta la calidad de vida y el bienestar psíquico y físico de quienes la padecen. Si mantenemos la idea de que es sólo un factor de riesgo y que es una elección de un estilo de vida o hábitos poco saludables, es improbable que podamos reducir su prevalencia y graves efectos en la población.