Por Silvio Becerra Fuica
Profesor de Filosofía
El ser humano es vida desde el momento en que es concebido y abre sus ojos al mundo, hasta el instante en que los cierra y se despide de este, constituyendo entre ambas referencias, un proceso vital permanente con matices diferentes en el curso de la vida.
Este es un concepto que es recogido por Martín Heidegger, gran filósofo alemán que manifiesta que el ser humano tiene un claro destino, ineludible e irrevocable, que tiene que ver con un lento y pausado acercamiento a la muerte, realidad temida por muchos, para la cual gran parte de Occidente no está preparado.
Inicialmente, en los primeros años de vida, los mamíferos pensantes son extremadamente dependientes, estado que va desapareciendo en forma gradual (destete), desde el momento en que el niño comienza a interactuar (socializar) con el mundo que le rodea, ya sea por la situación de colegio (educación), o la relación con sus pares (juegos, reuniones sociales).
En la medianía de nuestras vidas, bullentes de energía, con muchos planes y proyectos de vida en desarrollo, vaciamos todos nuestros esfuerzos en la consecución de estos fines, de una manera tan fuerte y marcada, que convierte esta etapa de la vida, en un vivir el presente de una forma acelerada y muchas veces irreflexiva en el contexto general de lo que es la vida.
De cara a esta realidad cabe hacernos la siguiente pregunta: ¿sabemos que es lo que está pasando y lo que pasará a futuro con nuestra vida?
Es evidente que existe una etapa en nuestras vidas que se caracteriza por la gran preocupación existente por todo lo que acontece al interior del núcleo familiar, larga y marcada etapa en la que estamos inmersos, que nos atrapa inclementemente, mediante una complicada y exigente trama de obligaciones socio-culturales del momento, que nos deja sin espacio para la liberación o la posibilidad de reflexión personal respecto de lo que está pasando con nuestra vida, encontrándonos de este modo, bastante ajenos a la posibilidad de hacernos cargo de la interrogante planteada, por la imperativa necesidad de salir adelante con nuestros planes de vida, impidiéndonos visualizar el entorno social y natural que en forma permanente nos rodea.
En algún momento de nuestras vidas, en el máximo de su curva evolutiva, no siempre nos encontraremos en capacidad de captar el sentido último de lo que significa estar vivo, dado que esta, es la etapa en que estamos sometidos a incontables presiones inmediatas del tipo económico-social, que mantienen sometidas nuestras vidas a metas de corto plazo, que la gran mayoría de las veces tienen que ver, como ya se dijo, con la preocupación por mantener un hogar, entregar un futuro educacional para los hijos, etc., dejando fuera la preocupación por nuestras propias personas, sin preguntarnos por lo que pasará con nosotros, cuando esta vorágine que nos remece termine y recién comencemos a mirarnos frente a nuestro espejo interior.
Es posible que la imagen representada en esta primera mirada retrospectiva de nuestras vidas, probablemente nos entregue una situación de soledad, de temores, de indefensión, entre otros; dura realidad para la que la persona mayor debe prepararse con la debida antelación, con el fin de sobrellevar esta etapa de su adultez mayor.
Probablemente sea este el momento en que, por primera vez, tomaremos conciencia de nuestra realidad personal, abierta a la comprensión de todas nuestras falencias, pero a la vez con la posibilidad cierta de cambiar esa realidad, en un momento en que hemos dado paso a la liberación y al rompimiento con todas esas ataduras que fueron parte de nuestras vidas.
Es el instante de poner oídos a un preclaro dicho popular, que nos alerta acerca de la importancia de “dar vida a los años y no años a la vida”, máxima que es expresión de gran sabiduría y de la cual todas las personas mayores deberíamos hacernos partícipes.
Fuente de fotografía: Vibromancia.