Por José Ossandón
Periodista
Director de La Región Hoy
Llegué a Valparaíso un frío junio de 2002. No conocía nada de esta ciudad presencialmente solo, obvio, de su historia, de su Puerto, de su arquitectura, de “choros porteños”. La primera vez que la vi fue ¡Plaf! Amor violento. Venía de varias ciudades, estudié en Antofagasta, Copiapó y Ovalle, trabajé en Santiago, pero nunca había visto tamaña “joya”, pese al fuerte olor a orina y que los perros callejeros se solazaban dentro de los enormes contenedores repartidos por todas las calles de Pancho.
Valparaíso.
Me enamoré profundamente de ti.
Te soñaba despierto.
Recorría con mi mente los cerros, los pasajes, las avenidas, los bares…
Cuando al director de El Mercurio de Antofagasta, Marco Antonio Pinto, que en el 2000 era mi jefe (yo era editor de Espectáculo y Cultura), me contó que corría un rumor que Agustín Edwards lo tenía considerado como el nuevo líder periodístico de El Mercurio de Valparaíso, le dije: “Marco, serás el nuevo director de El Mercurio de Valparaíso”. Y cómo lo sabes, me respondió: “Porque yo me voy a Valparaíso, siempre lo he soñado despierto y no veo cómo llegar ahí sino es por medio suyo”.
Un año y medio después llegué al Decano.
Desde entonces mi relación con Valparaíso fue poderosa. Tal como lo había visto en mis sueños conscientes, el Puerto era un lugar mágico. Era definitivo que esta “mujer amante” se quedaba en mi cama para siempre.
Este año, en junio, cumplo 20 años en Valpito, como le digo.
He pasado de todo, me divorcié, me casé con una porteña, tuvo dos hijas viñamarinas, he trabajado en El Mercurio, en el Gobierno, en el Congreso, en el municipio (de Quilpué) … Mi papá falleció en Reñaca, viajé por el mundo, viví el estallido y social y estuve encerrado por la Pandemia.
Valparaíso ya no es esa mujer hermosa que me embrujó. Aunque la conocí con los mismos vestidos, esos trajes que alguna vez fueron hermosos, que brillaron en las fiestas nocturnas, en casonas, en boîtes, en matrimonios lujosos, en bares llenos de marinos extranjeros, hoy aquellas telas son andrajos del pasado.
Hoy todos se echan la culpa, que fue Pinto, que fue Cornejo, que fue Castro, que es Sharp y su “ideología comunista”, que el gobierno de Lagos, que el gobierno de la Bachelet, que Piñera le tenía mala a los porteños porque acá no lo querían…
Que el Congreso es mufa: que desde que se instaló, por orden del dictador Pinochet, esa enorme caja de cemento, como una araña petrificada, Valparaíso cayó por un acantilado repleto de rocas puntiagudas.
Lo cierto es que Valparaíso está a la deriva y no se ve capitán que pueda tomar su control. Quizás sea fácil coger el timón y llevarla a Puerto, pero esta nave lleva consigo demasiado lastre.
Una política efectiva.
Una estrategia de shock.
Autoridades con ideas pétreas.
Bla, bla, bla.
Acá lo que hace falta es amor.
Es cariño.
Ganas de comprarle vestidos nuevos a esta dama desolada.
Por eso, estimadas, estimados, creo —después de este relato— que hoy no hay nada qué celebrar: Valparaíso es una ciudad abandonada, y desde hace mucho tiempo.
Es en serio: la joya de Chile está agonizando y nadie, hasta el momento, se pone con los tubos de oxígeno.