Fue el secretario de Estado más poderoso de la posguerra, célebre y vilipendiado a la vez. Su complicado legado aún resuena en las relaciones con China, Rusia y Medio Oriente.
El miércoles murió Henry Kissinger, artífice de la política exterior estadounidense durante los años más complejos de la posguerra. David E. Sanger, quien cubre la Casa Blanca y temas de seguridad nacional y entrevistó en numerosas ocasiones a Kissinger, escribió en su obituario:
Henry Kissinger, el erudito convertido en diplomático que diseñó la apertura de Estados Unidos a China, que negoció la salida de Vietnam y utilizó la astucia, la ambición y el intelecto para rehacer las relaciones de poder de EE. UU. con la Unión Soviética en plena Guerra Fría, a veces a costa de los valores democráticos para conseguirlo, murió el miércoles, según un comunicado publicado en su página web oficial. Tenía 100 años.
Murió en su casa de Connecticut.
Pocos diplomáticos han sido tan celebrados y vilipendiados como Kissinger. Considerado el secretario de Estado más poderoso de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, fue aclamado como un líder pragmático y realista que remodeló la diplomacia para reflejar los intereses estadounidenses y también fue criticado por dejar de lado los valores estadounidenses, especialmente en el ámbito de los derechos humanos, si creía que eso servía a los intereses del país.
Asesoró a 12 presidentes —más de una cuarta parte de los que han ocupado el cargo—, desde John F. Kennedy hasta Joe Biden. Con su comprensión erudita de la historia diplomática, el impulso de su condición como refugiado judío-alemán que luchó por triunfar en su tierra de adopción, además de su profunda inseguridad y un acento bávaro de toda la vida que a veces añadía un elemento indescifrable a sus pronunciamientos, transformó casi todas las relaciones mundiales en las que participó.
En un momento crítico de la historia y la diplomacia estadounidenses, fue el segundo en el poder tras el presidente Richard Nixon. Se incorporó a la Casa Blanca de Nixon en enero de 1969 como asesor de Seguridad Nacional y, tras su nombramiento como secretario de Estado en 1973, conservó ambos cargos, algo inusual. Cuando Nixon dimitió, continuó trabajando en la presidencia de Gerald Ford.
Las negociaciones secretas de Kissinger con China condujeron al logro más famoso de Nixon en política exterior. Pretendía ser un paso decisivo en la Guerra Fría para aislar a la Unión Soviética, pero abrió el camino a la relación más compleja del mundo, entre Estados Unidos y China, que, a la muerte de Kissinger, eran las dos mayores economías del mundo, completamente entrelazadas y, sin embargo, en constante desacuerdo ante la inminencia de una nueva Guerra Fría.
Durante décadas fue la voz más importante del país a la hora de manejar el ascenso de China y los retos económicos, militares y tecnológicos que planteaba. Fue el único estadounidense que trató con todos los líderes chinos, desde Mao hasta Xi Jinping. En julio, a la edad de 100 años, se reunió con Xi y otros líderes chinos en Pekín, donde fue tratado como un visitante de la realeza, a pesar de que las relaciones con Washington se han vuelto tensas.
Convocó a la Unión Soviética a un diálogo que se conoció como “distensión” y que condujo a los primeros grandes tratados de control de armas nucleares entre ambas naciones. Con su diplomacia itinerante, consiguió que Moscú dejara de ser una gran potencia en Medio Oriente, pero no logró negociar una paz más amplia en la región.
Durante años de reuniones en París, negoció los acuerdos de paz que pusieron fin a la participación estadounidense en la guerra de Vietnam, un logro por el que compartió el Premio Nobel de la Paz en 1973. La llamó “paz con honor”, pero la guerra estaba lejos de terminar, y los críticos argumentaron que podría haber logrado el mismo acuerdo años antes, salvando miles de vidas.
En dos años, Vietnam del Norte había arrollado al Sur, apoyado por Estados Unidos. Fue un final humillante para un conflicto que, desde el principio, Kissinger había dudado que Estados Unidos pudiera ganar.
Para sus detractores, la victoria comunista fue la conclusión inevitable de una política cínica que pretendía crear cierto espacio entre la retirada estadounidense de Vietnam y lo que viniera después. De hecho, en los márgenes de las notas de su viaje secreto a China en 1971, Kissinger garabateó: “Queremos un intervalo decente”, sugiriendo que solo pretendía posponer la caída de Saigón.
Pero cuando ese intervalo llegó a su fin, los estadounidenses habían abandonado el proyecto de Vietnam porque no estaban convencidos de que los intereses estratégicos de Estados Unidos estuvieran vinculados al destino de ese país.
Como en el caso de Vietnam, la historia ha juzgado parte de su pragmatismo de la Guerra Fría con más dureza de la que se le atribuía entonces. Con la vista puesta en la rivalidad entre grandes potencias, a menudo estaba dispuesto a ser crudamente maquiavélico, especialmente cuando lidiaba con naciones más pequeñas, a las que con frecuencia consideraba como peones en la gran batalla.
Fue el arquitecto de los esfuerzos del gobierno de Nixon para derrocar al presidente socialista de Chile, Salvador Allende, quien fue elegido democráticamente.
Se le ha acusado de infringir el derecho internacional al autorizar el bombardeo secreto de Camboya en 1969-70, una guerra no declarada contra una nación aparentemente neutral.
Su objetivo era acabar con las fuerzas procomunistas del Vietcong que operaban desde bases al otro lado de la frontera, en Camboya, pero el bombardeo fue indiscriminado: Kissinger dijo a los militares que atacaran “todo lo que volara o se moviera”. Murieron al menos 50.000 civiles.
Cuando el ejército de Pakistán, apoyado por Estados Unidos, estaba librando una guerra genocida en Pakistán Oriental, ahora Bangladés, en 1971, él y Nixon no solo ignoraron las súplicas del consulado estadounidense en Pakistán Oriental para detener la masacre, sino que aprobaron envíos de armas a Pakistán, incluida la transferencia aparentemente ilegal de 10 cazabombarderos de Jordania.
Kissinger y Nixon tenían otras prioridades: apoyar al presidente de Pakistán, quien estaba sirviendo de mediador para las propuestas, que entonces eran secretas, de Kissinger a China. Una vez más, el costo humano fue terrible: al menos 300.000 personas murieron en Pakistán Oriental y 10 millones de refugiados fueron expulsados a India.
En 1975, Kissinger y el presidente Ford aprobaron en secreto la invasión de la antigua colonia portuguesa de Timor Oriental por el ejército indonesio respaldado por Estados Unidos. Tras la pérdida de Vietnam, se temía que el gobierno izquierdista de Timor Oriental también se volviera comunista.
Kissinger dijo al presidente de Indonesia que la operación debía tener éxito rápidamente y que “sería mejor que se hiciera después de nuestro regreso” a Estados Unidos, según documentos desclasificados de la biblioteca presidencial de Ford. Más de 100.000 timorenses fueron asesinados o murieron de hambre.
Kissinger rechazó las críticas al afirmar que no se enfrentaron a las malas decisiones que él tomó. Pero sus esfuerzos por acallar las críticas con frases sarcásticas no hicieron más que exacerbarlas.
“Lo ilegal lo hacemos inmediatamente”, bromeó más de una vez. “Lo inconstitucional tarda un poco más”.
Al menos en una de sus posturas radicales, se retractó más tarde.
A mediados de la década de 1950, siendo un joven profesor de Harvard, defendió el concepto de guerra nuclear limitada, un intercambio nuclear que podría constreñirse a una región específica. Durante su cargo trabajó intensamente en la disuasión nuclear, convenciendo a un adversario de que, por ejemplo, no había forma de lanzar un ataque nuclear sin pagar un precio inaceptablemente alto.
Pero más tarde admitió que podría ser imposible evitar que una guerra nuclear limitada se intensificara. Al final de su vida había adoptado, con reservas, un nuevo esfuerzo para eliminar gradualmente todas las armas nucleares y, a los 95 años, empezó a advertir de la inestabilidad que plantea el auge de las armas impulsadas por la inteligencia artificial.
“Todo lo que puedo hacer en los pocos años que me quedan es plantear estos temas”, dijo en 2018. “No pretendo tener las respuestas”.
Kissinger siguió siendo influyente hasta el final. Sus últimos textos sobre la gestión de una China en ascenso —incluido China (2011), un libro de 600 páginas que mezclaba historia con anécdotas autorreferenciales— podían encontrarse en las estanterías de los asesores de seguridad nacional del Ala Oeste de la Casa Blanca que le sucedieron en el cargo.
Nonagenario relevante
Medio siglo después de que fue parte de la gestión de Nixon, los candidatos republicanos seguían cortejando su apoyo y los presidentes buscaban su aprobación. Incluso Donald Trump, luego de arremeter contra el establishment republicano, lo visitó durante su campaña de 2016 con la esperanza de que el solo retrato de su persona buscando el consejo de Kissinger transmitiera seriedad. (Dio pie a una caricatura de la New Yorker en la que Kissinger aparece con una burbuja sobre la cabeza en la que se lee el pensamiento “Extraño a Nixon”).
Kissinger se rio del hecho de que, cuando reporteros de The New York Times se lo preguntaron, Trump no fuera capaz de nombrar ni una sola idea o iniciativa nueva con la que salió de la reunión. “No es la primera persona a la que he aconsejado que o no entendió lo que decía o no quiso entender”, comentó. No obstante, una vez en el cargo, Trump lo usó como canal no oficial para acercarse al liderazgo de China.
El presidente Barack Obama, que tenía 8 años cuando Kissinger asumió el cargo por primera vez, estaba menos prendado de él. Hacia el final de su presidencia, Obama señaló que había pasado gran parte de su mandato intentando reparar el mundo que Kissinger había dejado. Veía los fracasos de Kissinger como un relato aleccionador.
“Lanzamos más artillería sobre Camboya y Laos que sobre Europa en la Segunda Guerra Mundial”, dijo Obama en una entrevista con The Atlantic en 2016, “y, sin embargo, en última instancia, Nixon se retiró, Kissinger se fue a París, y todo lo que dejamos atrás fue caos, matanzas y gobiernos autoritarios que al fin, con el tiempo, han salido de ese infierno”.
Obama observó que durante su mandato aún intentaba ayudar a los países a “retirar bombas que siguen volándole las piernas a niñitos”.
“¿De qué forma promovió nuestros intereses esa estrategia?”, dijo.
Hay pocas personalidades de la historia moderna de EE. UU. que han seguido siendo tan relevantes como Kissinger. Ya bien entrado en sus 90 años siguió dando charlas y escribiendo, cobrando cifras astronómicas a clientes que buscaban sus análisis geopolíticos.
Si bien los manifestantes que acudían a sus conferencias fueron disminuyendo, la sola mención de su nombre lograba despertar amargas discusiones. Para sus admiradores, era el genial arquitecto de la Pax Americana, el gran ajedrecista dispuesto a desequilibrar el tablero e inyectar cierta imprevisibilidad a la diplomacia estadounidense.
Para sus detractores —e incluso algunos amigos y exempleados— era vanidoso, conspirativo, arrogante y de mecha corta, un hombre capaz de halagar a uno de sus principales ayudantes calificándolo de indispensable y al mismo tiempo ordenar al FBI que interviniera sus teléfonos de casa para saber si filtraba información a la prensa.
La ironía no escapó a dos generaciones de periodistas, que sabían que si buscaban filtraciones —por lo general interesadas— Kissinger, maestro en ese arte, era una fuente dispuesta. “Si alguien filtra en este gobierno, seré yo quien filtre”, decía. Y lo hacía, de manera prodigiosa.
Leer el elogioso libro de Kissinger de 1957 en el que analiza el orden mundial creado por el príncipe Clemens von Metternich de Austria, que dirigió el imperio austriaco en la era posnapoleónica, es también leer algo parecido a una autodescripción, sobre todo en lo que se refiere a la capacidad de un solo líder para doblegar a las naciones a su voluntad.
“Sobresalía en la manipulación, no en la construcción”, escribió Kissinger de Metternich. “Prefería la maniobra sutil al ataque frontal”.
Dicho estilo quedó demostrado en los años de Nixon cuando se desarrolló el escándalo de Watergate. Nixon, cada vez más aislado, a menudo recurría a Kissinger, la estrella sin opacar de su gobierno, para que le brindara confianza y le recitara sus más grandes logros.
Kissinger lo hacía. Las cintas de Watergate revelaron que Kissinger pasaba horas humillantes escuchando las arengas del presidente, incluso comentarios antisemitas para su secretario de Estado judío. A menudo, Kissinger le respondía con halagos. Tras volver a su despacho, relataba a sus colegas más cercanos con los ojos en blanco el comportamiento extraño de Nixon.
Filtraciones y paranoia
Kissinger no participó en el caso Watergate. Sin embargo, el allanamiento de las oficinas del Comité Nacional Demócrata por un equipo de ladrones de la Casa Blanca y los intentos del gobierno de encubrir el crimen surgieron de una cultura de sospecha y secretismo que muchos sostienen que él ayudó a fomentar.
En la primavera de 1969, poco después de asumir el cargo, estaba tan furioso por las filtraciones detrás de un informe del Times sobre la campaña de bombardeo a Camboya que ordenó que el FBI interviniera los teléfonos de más de una decena de ayudantes de la Casa Blanca, entre ellos integrantes de su propio equipo. Las grabaciones jamás dieron con algún culpable.
Del mismo modo le indignó la publicación de los Papeles del Pentágono en el Times y The Washington Post en 1971. Los documentos clasificados eran una crónica de las políticas y planes bélicos del gobierno en Vietnam. Y, para él, la filtración ponía en riesgo su diplomacia secreta cara a cara. Sus quejas ayudaron a inspirar la creación del equipo de ladrones de la Casa Blanca, la unidad de plomeros que más tarde irrumpirían en la sede del Partido Demócrata en el edificio de Watergate a fin de detener la filtración.
En agosto de 1974, en tanto que Nixon se reconciliaba con elegir entre un juicio político y una renuncia, arrastró a Kissinger a uno de los momentos más operísticos de la historia de la Casa Blanca. Tras haberle contado a Kissinger que se planteaba renunciar, el afligido Nixon le pidió a su secretario de Estado que se arrodillara junto a él en una oración silenciosa a las puertas del salón Lincoln.
Sin embargo, entre más se hundía Nixon en Watergate, Kissinger alcanzaba una prominencia mundial que pocos de sus sucesores han igualado.
Sus colaboradores describían sus observaciones como brillantes y su humor como cruel. Contaban anécdotas de Kissinger arrojando libros por su despacho con gran furia, y de un cariz manipulador que llevó incluso a sus colaboradores más devotos a desconfiar de él.
“Al tratar con otras personas forjaba alianzas y lazos conspiracionales manipulando sus antagonismos”, escribió Walter Isaacson en su exhaustiva biografía de 1992, Kissinger, un libro despreciado por su protagonista.
“Atraído por sus adversarios con un interés compulsivo, buscaba su aprobación mediante la adulación, los halagos y enfrentándolos a otros”, observó Isaacson. “Se sentía especialmente cómodo tratando con hombres poderosos cuyas mentes podía captar. Siendo un niño del Holocausto y estudioso del arte de gobernar de la era napoleónica, intuía que tanto los grandes hombres como las grandes fuerzas eran los que daban forma al mundo, y sabía que la personalidad y la política nunca podían separarse del todo. El secretismo le resultaba natural como herramienta de control. Y tenía un instintivo sentido de las relaciones de poder y los equilibrios, tanto psicológicos como geoestratégicos”.
En la vejez, cuando las asperezas habían sido pulidas y las viejas rivalidades desaparecieron o fueron enterradas junto con sus antiguos adversarios, Kissinger hablaba a veces de los peligros comparativos del orden mundial que él había configurado y de un mundo mucho más desordenado al que se enfrentaban sus sucesores.
Había algo fundamentalmente sencillo, aunque aterrador, en los conflictos entre superpotencias por los que él navegó; nunca tuvo que enfrentarse a grupos terroristas como Al Qaeda o el Estado Islámico, ni a un mundo en el que los países usan las redes sociales para manipular a la opinión pública y los ciberataques para socavar las redes eléctricas y las comunicaciones.
“La Guerra Fría era más peligrosa”, dijo Kissinger en una comparecencia en 2016 en la Sociedad Histórica de Nueva York. “Ambos bandos estaban dispuestos a llegar a una guerra nuclear general”. Pero, añadió, “hoy es más complejo”.
El conflicto entre grandes potencias había cambiado radicalmente con respecto a la paz fría que él había intentado diseñar. Ya no era ideológico, sino puramente de poder. Y dijo que lo que más le preocupaba era la perspectiva de un conflicto con “la potencia emergente” de China, que desafiaba el poderío de Estados Unidos.
Rusia, por el contrario, era “un Estado disminuido” y ya no era “capaz de lograr la dominación mundial”, dijo en una entrevista con el Times en 2016 en Kent, Connecticut, donde tenía una segunda residencia.
Sin embargo, advirtió que no había que subestimar a Vladimir Putin, el líder ruso. Haciendo referencia al manifiesto autobiográfico de Hitler, dijo: “Para entender a Putin, hay que leer a Dostoyevski, no Mi lucha. Él cree que Rusia fue engañada, que seguimos aprovechándonos de ella”.
Kissinger sintió cierta satisfacción con el hecho de que Rusia fuera una amenaza menor. Después de todo, había concluido el primer acuerdo sobre armas estratégicas con Moscú y había dirigido a Estados Unidos hacia la aceptación de los Acuerdos de Helsinki, el pacto de 1975 sobre seguridad europea que obtuvo algunos derechos de expresión para los disidentes del bloque soviético. En retrospectiva, fue una de las gotas que se convirtieron en el río que barrió el comunismo soviético.
Hombre de mundo
En la cúspide de su poder, Kissinger tenía un perfil que ningún diplomático de Washington ha conseguido desde entonces. El regordete y bajito profesor de Harvard, con gafas negras de nerd, solía frecuentar el barrio washingtoniano de Georgetown y en París lo veían con jóvenes actrices del brazo, bromeando con que “el poder es el mayor afrodisíaco”.
En los restaurantes de Nueva York se tomaba de la mano con la actriz Jill St. John, o le pasaba los dedos por el pelo, lo que hacía el agosto de los columnistas de chismes. De hecho, según lo que St. John le dijo a los biógrafos, la relación había sido estrecha pero platónica.
También lo fueron otras. Una mujer que salió con él y visitó su pequeño apartamento alquilado al borde del parque Rock Creek de Washington —con su cama individual para dormir y otra en la que se amontonaba la ropa sucia— contó que, entre el desorden y la presencia de ayudantes, “no podías hacer nada romántico en ese lugar aunque te murieras de ganas”.
El chiste en Washington era que Kissinger alardeaba de su vida privada para ocultar lo que hacía en la oficina.
Había mucho que ocultar, sobre todo las reuniones secretas en Pekín que perfilaron la apertura de Nixon a China. Cuando el giro hacia China se hizo público, cambió el cálculo estratégico de la diplomacia estadounidense y conmocionó a sus aliados.
“Es casi imposible imaginar cómo sería hoy la relación de Estados Unidos con la potencia emergente más importante del mundo sin Henry”, dijo en una entrevista en 2016 Graham Allison, profesor de Harvard que alguna vez trabajó para Kissinger.
Otros esfuerzos de Kissinger dieron resultados desiguales. A través de una incansable diplomacia itinerante al final de la Guerra de Yom Kippur en 1973, Kissinger fue capaz de persuadir a Egipto para iniciar conversaciones directas con Israel, una cuña de apertura para el posterior acuerdo de paz entre los dos países.
Pero quizás la contribución diplomática más importante de Kissinger fue su marginación de Moscú en Medio Oriente durante cuatro décadas, hasta que Putin ordenó a su fuerza aérea entrar en la guerra civil siria en 2015.
Los mayores fracasos de Kissinger fueron su aparente indiferencia hacia las dificultades democráticas de países más pequeños. Curiosamente, un hombre que tuvo que dejar su país cuando era niño por el ascenso de los nazis parecía imperturbable ante los abusos de los derechos humanos por parte de gobiernos de África, Latinoamérica, Indonesia y otros lugares. Las grabaciones del Despacho Oval de Nixon mostraban que Kissinger estaba más preocupado por mantener a sus aliados en el bando anticomunista que por el trato que les daban a sus propios ciudadanos.
Durante décadas luchó, a menudo de forma poco convincente, contra las acusaciones de que había hecho la vista gorda ante las violaciones de los derechos humanos. Quizá el episodio más atroz se produjo cuando indicó a Pakistán que era libre de tratar a los bengalíes de Pakistán Oriental como quisiera.
En The Blood Telegram: Nixon, Kissinger, and a Forgotten Genocide (2013), el académico de Princeton Gary Bass describe cómo Kissinger ignoró las advertencias de un genocidio inminente, incluidas las del cónsul general estadounidense en Pakistán Oriental, Archer Blood, a quien castigó por desleal.
En las grabaciones del Despacho Oval, “Kissinger se burló de la gente que se ‘desangraba’ por ‘los bengalíes que morían”, escribió Bass.
Divorciado en 1964 tras 15 años de matrimonio con Ann Fleischer, Kissinger se casó con Nancy Maginnes en 1974 y se mudó a su casa de Manhattan. Maginnes trabajaba entonces para Nelson Rockefeller, exgobernador de Nueva York y amigo y aliado de Kissinger.
Kissinger nunca volvió a ser maestro después de dejar el servicio gubernamental. Pero siguió escribiendo a un ritmo que avergonzaba a sus antiguos colegas académicos por su relativa lentitud.
Produjo tres volúmenes de memorias que llenan 3800 páginas: The White House Years, centrado en el primer mandato de Nixon, 1969-73; Years of Upheaval, que aborda los dos años siguientes; y, por último, Years of Renewal, que cubre la presidencia de Ford. World Order, publicado en 2014, era una especie de balance final de la geopolítica en la segunda década del siglo XXI. En él expresaba su preocupación por la capacidad de liderazgo de Estados Unidos.
“Después de retirarse de tres guerras en dos generaciones —cada una de ellas iniciada con aspiraciones idealistas y un amplio apoyo público, pero que terminó en un trauma nacional—, Estados Unidos enfrenta dificultades para definir la relación entre su poder (todavía enorme) y sus principios”, escribió.
Siguió ejerciendo influencia en los asuntos mundiales y, a través de su empresa, Kissinger Associates, asesoró a empresas y ejecutivos sobre las tendencias internacionales y las dificultades que se avecinaban. Cuando Disney trató de negociar con los líderes chinos la construcción de un parque de 5500 millones de dólares en Shanghái, Kissinger recibió la llamada.
“Henry es sin duda uno de los personajes más complejos de la historia reciente de Estados Unidos”, dijo David Rothkopf, exdirector gerente de la consultora de Kissinger. “Y es alguien que, creo, ha estado justificadamente en el punto de mira tanto por su extraordinaria brillantez y competencia como, al mismo tiempo, por sus claros defectos”.
Huída a Estados Unidos
Heinz Alfred Kissinger nació el 27 de mayo de 1923, en la ciudad bávara de Fürth. Un año después, sus padres, Louis Kissinger, profesor de secundaria, y Paula (Stern) Kissinger, hija de un próspero comerciante de ganado, tuvieron otro hijo, Walter.
Según cuentan, el joven Heinz era retraído y estudioso, pero le apasionaba el fútbol, hasta el punto de que se arriesgaba a enfrentarse a matones nazis para ver los partidos, incluso después de que en un estadio colocaron carteles que decían “Juden Verboten”.
Sus padres lo educaron para ser un miembro fiel de la sinagoga ortodoxa de Fürth. Sin embargo, en las cartas que les escribió, cuando ya era un hombre joven rechazó prácticamente toda práctica religiosa.
Louis perdió su trabajo cuando se aprobaron las Leyes de Nuremberg en 1935; como judío se le prohibió dar clases en una escuela pública. Durante los tres años siguientes, Paula Kissinger tomó la iniciativa de intentar sacar a la familia del país, escribiendole a un familiar que tenía en Nueva York acerca de inmigrar.
En otoño de 1938, cuando aún faltaba un año para la guerra, las autoridades nazis les permitieron abandonar Alemania. Con pocos muebles y un solo baúl, los Kissinger se embarcaron rumbo a Nueva York a bordo del transatlántico francés Ile de France. Heinz tenía 15 años.
No era demasiado pronto: al menos 13 parientes cercanos de la familia perecieron en las cámaras de gas o los campos de concentración nazis. Años después, Paula Kissinger recordó: “En mi corazón, sabía que nos habrían quemado con los demás si nos hubiéramos quedado”.
Kissinger restó importancia al impacto de aquellos años en su visión del mundo. Le dijo a un entrevistador en 1971: “No era conscientemente infeliz. No era muy consciente de lo que estaba pasando”. Pero en una entrevista concedida al Times hace varios años sí relató recuerdos dolorosos: de la intimidación que sentía al salir a la calle para evitar a las Juventudes Hitlerianas, y de la tristeza de tener que despedirse de familiares, en particular de su abuelo, a quien sabía que nunca volvería a ver.
Muchos de los conocidos de Kissinger dijeron que sus experiencias en la Alemania nazi lo habían influenciado más de lo que él reconocía, o quizá incluso de lo que sabía.
“Durante los años de formación de su juventud, se enfrentó al horror de que su mundo se desmoronara, de que el padre al que amaba se convirtiera en un ratón indefenso”, dijo Fritz Kraemer, un inmigrante alemán no judío que se convertiría en el primer mentor intelectual de Kissinger. “Le hizo buscar el orden y lo llevó a ansiar la aceptación, aunque eso significara intentar complacer a quienes consideraba sus inferiores intelectuales”.
Algunos han argumentado que el rechazo de Kissinger a un enfoque moralista de la diplomacia en favor de la realpolitik surgió porque había sido testigo de cómo una Alemania civilizada abrazaba a Hitler. Kissinger citaba a menudo un aforismo de Goethe, diciendo que si le dieran a elegir entre orden o justicia, él, como el novelista y poeta, preferiría el orden.
Los Kissinger se instalaron en el Alto Manhattan, en Washington Heights, entonces un refugio para refugiados judío-alemanes. Su desanimado padre consiguió un trabajo como contador, pero cayó en la depresión y nunca llegó a adaptarse del todo a su tierra de adopción. Paula Kissinger mantuvo unida a la familia, haciendo comida para pequeñas fiestas y recepciones.
Heinz se convirtió en Henry en la secundaria. Se cambió a la escuela nocturna cuando aceptó un trabajo en una empresa que fabricaba brochas de afeitar. En 1940 se matriculó en el City College —la matrícula era prácticamente gratuita— y sacó la calificación más alta en casi todas las materias. Parecía ir camino de convertirse en contador.
Pero en 1943 fue reclutado por el ejército y destinado al campamento Claiborne, en Luisiana.
Fue allí donde Kraemer, un intelectual patricio y refugiado prusiano, llegó un día para dar una charla sobre “lo que estaba en juego moral y políticamente en la guerra”, como recordaba Kissinger. El soldado regresó a su cuartel y escribió una nota a Kraemer: “Lo escuché hablar ayer. Así es como debe hacerse. ¿Puedo ayudarlo de alguna manera?”.
La carta cambió el rumbo de su vida. Kraemer lo tomó bajo su protección y consiguió que el soldado Kissinger fuera destinado a Alemania como traductor. Cuando las ciudades y pueblos alemanes cayeron en los últimos meses de la guerra, Kissinger estuvo entre los primeros en llegar, interrogando a los oficiales de la Gestapo capturados y leyendo su correspondencia.
En abril de 1945, con la victoria de los aliados a la vista, él y sus compañeros dirigieron redadas en las casas de miembros de la Gestapo sospechosos de planear campañas de sabotaje contra las fuerzas estadounidenses que se aproximaban. Por sus esfuerzos recibió una Estrella de Bronce.
Pero antes de regresar a Estados Unidos visitó Fürth, su ciudad natal, y descubrió que solo quedaban 37 judíos. En una carta descubierta por Niall Ferguson, su biógrafo, Kissinger escribió a los 23 años que sus encuentros con sobrevivientes de los campos de concentración le habían enseñado una lección clave sobre la naturaleza humana.
“Los intelectuales, los idealistas, los hombres de moral elevada no tenían ninguna oportunidad”, decía la carta. Los sobrevivientes que conoció “habían aprendido que mirar atrás significaba tristeza, que la tristeza era debilidad, y la debilidad, sinónimo de muerte”.
Kissinger se quedó en Alemania después de la guerra, temeroso, según dijo más tarde, de que Estados Unidos sucumbiera a la tentación democrática de retirar sus cansadas fuerzas demasiado rápido y perdiera la oportunidad de cimentar la victoria.
Consiguió empleo como instructor civil para enseñar a oficiales estadounidenses cómo descubrir a antiguos oficiales nazis, trabajo que le permitió recorrer todo el país. Se alarmó por lo que consideraba subversión comunista en Alemania y advirtió que Estados Unidos debía vigilar las conversaciones telefónicas y las cartas alemanas. Fue su primer contacto con la Guerra Fría, a la que luego daría forma.
Regresó a Estados Unidos en 1947, con la intención de reanudar sus estudios universitarios, pero fue rechazado por varias universidades de élite. Harvard fue la excepción.
Por David E. Sanger, quien cubre la Casa Blanca y temas de seguridad nacional. Entrevistó al Dr. Kissinger en numerosas ocasiones y viajó a Europa, Asia y Medio Oriente para examinar su educación y su legado.