Una Constitución es el contrato político fundamental que estructura un Estado. Ello puede darse por la fuerza o por un acuerdo amplio, también llamado consenso, inmediato en el tiempo o mediato, o sea, consumado en un proceso progresivo que contemple plazos más largos.
El problema de Chile es que no existe ninguno de los dos; ni por la fuerza, como la Carta de 1980, ni por coincidencias mayoritarias, porque nadie cuenta con el apoyo social suficiente. La izquierda creyó contar con ello y se equivocó 38% a 62%, y la derecha pensó lo mismo, cometiendo un error mayúsculo de diagnóstico, sea cual sea el resultado del plebiscito del 17 de diciembre de 2023, puesto que, al dejar fuera a un segmento de la sociedad chilena, no habrá estabilidad en el sistema.
En nuestro país ningún paradigma es fuerte, ni de izquierda ni de derecha. A esto se suma una crisis larga de representación que se ha ido profundizando con el tiempo, donde los partidos no interpretan a los ciudadanos y las instituciones son débiles, con tendencia a la deslegitimación. Ante la ausencia de hegemonía, entendida como la capacidad de convencer, más que de imponer, las mayorías son esencialmente circunstanciales, pues no existe un consenso por convicción, o por intereses, o por el contexto nacional e internacional, o siquiera por la práctica.
Estamos en un momento de definiciones, de crisis del modelo impuesto por la dictadura y modificado para la democracia, de tránsito después del estallido social, donde se están formando nuevos sentidos, pero sin que alguna alternativa se haya afincado en la realidad. Ello obliga al acuerdo, aunque sea de mínimos que converjan en reglas del juego básicas. Y si no es ahora será en los próximos años, en el momento justo y el lugar apropiado. Las constituciones no son el lugar para aprovechar mayorías circunstanciales que pasen máquina y entronicen un programa de gobierno, sobre todo si hubo un ejercicio como el anteproyecto de los expertos donde se logró un cierto consentimiento plural.
Tampoco pueden separarse por completo un pacto social de un compromiso constitucional, ya que uno contiene al otro. Más bien, ambos deben avanzar en paralelo, en función de los ritmos y condiciones imperantes, tomando en cuenta que los impedimentos existentes actúan como factores del conjunto y no por separado.
La política es la gestión del conflicto, pero también la búsqueda de consensos y el establecimiento de marcos de negociación que expresen normas confiables para todos los involucrados en el juego político.
Esto es cada vez más difícil de lograr en medio de una dinámica polarizada que separa a las partes y las transforma en bandos enfrentados, con pocos incentivos para converger. Ante el predominio de los extremos, de un agudo individualismo y de la proliferación de identidades particulares, es necesario sumar fuerzas para articular proyectos colectivos que sustenten la vida en comunidad. Eso falta en Chile, pero llegará más temprano que tarde, cuando prevalezca el convencimiento de que nadie puede solo.
Cristián Fuentes Vera, Académico Escuela de Gobierno, U. Central.