La mediación estadounidense en Medio Oriente, lejos de entregar una paz estable, retrata la resiliencia de una diplomacia que sobrevive aferrada más a la tenacidad que a los logros concretos. El proceso que la administración Trump ha enarbolado en estos últimos meses pretendía resolver el laberinto del conflicto entre Israel, Hamas y Hezbolá, con promesas de alto al fuego, intercambio de rehenes y el establecimiento de una gobernanza internacional para Gaza. Sin embargo, la paz sigue siendo una quimera: la dinámica militar y la desconfianza mutua renacen apenas se firman los acuerdos, y la violencia marca la pauta en Gaza y el sur de Líbano. El ciclo se repite: Israel vuelve a atacar tras acusar a Hamas de incumplimiento, Hamas responde negando responsabilidad y posponiendo la entrega de rehenes, mientras Hezbolá reaviva la tensión en las fronteras libanesas.
En este escenario se impone la pregunta: ¿puede sobrevivir una paz forzada cuando el terreno no ofrece señales de avance ni voluntad de cambio real? El plan estadounidense, ambicioso en su diseño—desarme de Hamas y Hezbolá y salida de sus filas de la vida política—choca de frente con la realidad regional. Irán sigue siendo el gran sostén e inspirador de ambos grupos, asegurando la continuidad del enfrentamiento como herramienta geopolítica. Los plazos de los acuerdos se aplazan indefinidamente.
Hamas se aferra a su política de resistencia en Gaza, desoyendo tanto la tragedia civil como la erosión de alternativas negociadas. Hezbolá, por su parte, opera en Líbano con una doble agenda: bloquear el proceso estatal o capturarlo, impidiendo cualquier consolidación institucional que amenace su control. Su estrategia es provocar la inestabilidad, un Estado fallido está cerca sino lo están viviendo ya. El resultado es un estancamiento, donde cada tregua, lejos de abrir un espacio de diálogo, funciona como breve interludio antes de la siguiente escalada. La ecuación no cambia: la retórica y la práctica solo reafirman el desencuentro.
El conflicto arrastra consigo a la diplomacia internacional, cuyo margen de maniobra se reduce a medida que la región se desliza en la lógica de «conflictos diferidos»: los acuerdos son letra muerta antes de ser empleados, los compromisos se diluyen al contacto con la realidad de los hechos y la instrumentalización por parte de potencias regionales y globales mantiene la región anclada al pasado.
El Líbano encarna el fracaso de la consolidación estatal en este contexto: víctima de políticas de dominación desde sus inicios, ha sido fagocitado por dinámicas externas e internas que lo sitúan hoy como escenario y herramienta de ampliación del conflicto.
Hay quienes sostienen que solo una transformación estratégica radical como: aislamiento efectivo de los actores armados, insistencia en la diplomacia y fortalecimiento de instituciones legítimas, podría abrir un margen para la reconciliación. Pero lo cierto es que, por ahora, la región camina sin brújula: la paz es promesa remota, la violencia recurrente, las poblaciones civiles siguen siendo las más castigadas y los experimentos de gobernanza internacional chocan irremediablemente con la persistencia de las viejas lógicas de guerra.
El tablero de ajedrez está congelado y se ve un futuro inmediato como la continuación de un presente atrapado en la inercia de una posible, pero improbable, paz negativa.
Rafael Rosell Aiquel, Experto en Medio Oriente y Rector Universidad del Alba



















