Por Silvio Becerra Fuica
Profesor de Filosofía
Como una manera de contextualizar y así lograr un acercamiento que nos ayude a entender lo propuesto en el epígrafe, tomaré como referencia algunas ideas de Aristóteles, filósofo de la antigua Grecia, que en los tiempos actuales, aún se mantiene vigente, en relación con muchos de los temas que tienen que ver con el ser humano, y que son preocupación permanente de disciplinas, como la filosofía, psicología, sociología y antropología social entre otras; según este pensador, el hombre se caracteriza por proponerse metas y fines en el curso de su vida, convirtiéndose por lo tanto en un ser finalístico -teleológico -, que a lo largo de su existir estará permanentemente enfrentando una diversidad de metas, que de algún modo, van tras la búsqueda de un sentido de vida, que dé soporte y valor a lo que hacemos.
Dentro de los fines que se propone el hombre, están los más inmediatos, que se caracterizan por buscar la satisfacción de metas de corto plazo – estudiar una carrera, buscar y mantener una relación de pareja, ahorrar para comprar un auto-, las que al ser cumplidas van siendo reemplazadas por otras.
También existen otros tipos de fines que se caracterizan por no ser concretos, sino que más bien abstractos y trascendentes, que muchas de las veces no son fáciles de identificar, convirtiéndose éstos en la búsqueda de un algo, desconocido en primera instancia, pero que entendemos es importante para dar sentido a nuestra existencia.
Según Aristóteles, toda actividad humana, según mencioné anteriormente, tiende a un fin – telos -, lo que presupone la unidad del fin y del bien. Su teleologismo – finalismo – identifica el fin al que algo tiende, ya que el bien de algo, es llevar a buen término el fin que tiene que cumplir, la realización de su esencia y de sus potencialidades.
Tiene que existir un fin último, querido por sí mismo y que sea el fundamento de todo lo demás. Si esto no sucediera, y los fines fueran medios para otros fines, y así hasta el infinito, nos encontraríamos con la paradoja de que los fines son fines de nada, lo cual los haría absurdos e innecesarios – ineficaces -.
Este fin último o bien es la “felicidad” (eudaimonía), y por eso, se dice que la ética Aristotélica es eudaimonista, porque considera que el fin último – bien – perseguido por el hombre es la felicidad. Esto nos lleva al problema de tener que definir que sea la felicidad y que es lo que la procura, tema que por pertinencia debe ser tratado en otra oportunidad, el que, sin duda, se relaciona íntimamente con el sentido que buscamos dar a nuestras vidas.
Para unos la felicidad se alcanza con riquezas; para otros con honores y fama, otros a través del placer; sin embargo, dice Aristóteles, todos estos no son más que bienes externos que no son perseguidos por sí mismos, por ser sólo medios para alcanzar la felicidad. Esta es la única que se basta por si misma para ser. Los bienes externos se buscan porque pueden acercarnos más a la felicidad, aunque su posesión no implica que seamos felices.
Es por eso que, en algún momento de la vida, notamos que nuestra conformación psíquica y física se encuentra enfrentada a un vacío indescriptible y difícil de identificar, me refiero justamente a ese componente y/o aspiración de todo ser humano, de carácter teleológico, que tiene que ver con el sentido que el hombre busca para su vida, que se traduce en un fin último, alejado de lo material, más cercano a lo espiritual o intelectual.
La vida que nos ha tocado vivir, por experiencia podemos entenderla como momentos de sufrimiento, pero también como momentos de felicidad, lo que indica que ambos elementos son vivencias que constituyen el motor que mueve nuestras vidas.
La vida nos pone desafíos, donde el sufrimiento estará presente en muchas de las decisiones a tomar, pero en tanto y en cuanto tengamos la fortaleza y la templanza interna necesaria, podremos enfrentarnos a ese sufrimiento y así llegar a superarlo.
El no enfrentar el sufrimiento, sería evadirse, sea por la vía que sea, desde las adicciones hasta la negación, entrando a una espiral descendente sin final. Por tanto, el mirar con realismo el sufrimiento y su posterior superación, nos permitirá, por contraste, entender y valorar aún más la felicidad y el bienestar creciente ante el hecho de haber podido superar dicho sufrimiento.
Según los psicólogos, la búsqueda de un propósito – fin -, para nuestras vidas, no tiene nada que ver con la satisfacción de propósitos materiales, sino que definitivamente con fines últimos no materiales, que están íntimamente relacionados con la parte emocional de las personas.
Vivir con un sentido – propósito -, es una de las acciones más relevantes en las cuales podemos participar, donde mediante un ejercicio mental – esfuerzo -, buscamos entender, comprender y discernir sobre cuál es ese propósito.
Buscar el sentido de la vida como se dijo, no es una cuestión material, de posesión de bienes, reconocimiento o poder, pues muchos disponen de estos, pero, aun así, estos no pueden encontrar ese sentido, pues este no es un “bien” que esté a la venta, o que la gran mayoría posea.
El preguntarse por el sentido de nuestra vida, es algo que en algún momento nos ocurre a todos, entendiéndose esto como la búsqueda de un elemento no material, relacionado con algo intrínsecamente humano, como es el sentir y el emocionarse en nuestro cotidiano hacer – Maturana-.
La contingencia de la vida diaria, impide que nos ubiquemos en el momento de la pregunta por el sentido de la vida, pues lo hecho es estrictamente material. De ahí que en algún momento de nuestra vida nos hemos sentido como perdidos y sin rumbo – aun teniendo todo lo material- llegando a pensar que hemos cometido un error, lo que nos produce una sensación de vacío, lo que no tiene porqué ser negativo, sino que puede ser el punto de partida para el cambio, que nos hará reflexionar sobre aquello que queremos realmente y cómo poder lograrlo.
La reflexión hecha anteriormente, nos proporciona un pequeño piso para instalar la pregunta por el sentido de nuestras vidas y de como podemos pensarla, teniendo a la vista la pandemia del Covid-19, enfermedad que se instaló en Chile en marzo del año 2020 y que aún se mantiene viva y con fuerza durante el presente año 2021.
En sus inicios, la pandemia fue temor, desamparo, desconcierto y descontracturante de todo un modo o estilo de vida que los humanos en forma normalizada teníamos; no sólo fue eso, sino que también fue un descorrer un pesado velo que nos mantenía subyugados, el que por tanto tiempo nos impidió ver lo que efectivamente ocurría a nuestro alrededor – desigualdad, individualismo, barreras legales para acceder a la justicia social y otros- y la manera en que afecta a las personas. No solo como personas estamos afectos a las consecuencias de la pandemia, sino que también como sociedad; pues, si antes del año 2019, teníamos una sociedad con marcados anti valores, es difícil pensar que en esas condiciones nuestra vida pudiera tener un sentido.
En este punto viene a mi mente la figura de Humberto Maturana, científico y filósofo chileno, que, en compañía de Ximena Dávila, se preocupó de ayudar con sus revolucionarias reflexiones, a descorrer el velo de que hablamos. No obstante que Maturana recibió en vida el Premio Nacional de Ciencias, pienso que no fue, ni es suficiente reconocimiento para los logros y legado dejado por éste a nuestra sociedad; es el momento, de que como país cambiemos nuestra perspectiva en relación con el debido reconocimiento de nuestros valores nacionales, considerando la proyección de sus obras, muchas de las cuales, como en este caso, contienen la clave para el entendimiento de ciertas realidades personales, como el sentido de la vida humana, en diferentes hitos de la historia de nuestro país, dentro de las cuales la actual pandemia tiene un sitial de preferencia.
Otro aspecto que resalta la pandemia, es el de muerte, tema que las personas evitan tocar, pero, que en estos momentos, quiérase o no, nos obliga a pensar en ella, debido a los tangibles aires de tánatos que campean por el mundo; llevándonos a un replanteo de esta especial circunstancia, que se involucra con nuestra existencia. En otras palabras y pensando en positivo, tenemos que aceptar que la muerte, desde que nacemos, será nuestra paciente acompañante, para cada paso que demos en el transcurso de nuestras vidas, hasta que llegue el momento en que esta nos tienda su mano para acompañarla en nuestro preclaro destino; lo que no es más que un proceso natural al que como hijos de la cultura occidental nos resistimos; lo que nos aleja bastante de la cultura oriental, la que, de acuerdo a su cosmovisión es capaz de convivir con la muerte en el presente terrenal como en el más allá.
Finalmente, tenemos que reconocer que hay dos maneras de enfrentar el mundo: la cuantitativa y la cualitativa, donde la primera nos muestra un mundo de cosas, que podemos contar o enumerar de acuerdo con las diferentes disciplinas de orden científico, como la física por ejemplo, donde todo está muy bien estructurado y ordenado, donde la operación de sumar uno más uno, siempre la entenderemos como un resultado dos, el que nos parece lógico e incuestionable; por otra parte tenemos una dimensión diferente de lo que nos rodea, o forma de vida que escapa a una posible mensuración, pues sus contenidos no son aprehensibles al igual como los de la física, pues todos ellos están ligados profundamente, con la más ancestral naturaleza humana; estamos hablando de sentimientos, emociones, intuiciones, imaginación y permanente asombro, frente a lo que la naturaleza y la sociedad nos entregan cada día. Es el mundo de lo espiritual, del arte en general, de la poesía, del teatro y muchas más manifestaciones culturales, que son precisamente formas de ser de muchas personas, que escapan como dije, a un sistema epistemológico de procesamiento de la vida, constituyendo esta una de las bases fundamentales, para incursionar en la búsqueda del sentido de la vida. Como diría Maturana; “somos más que procesos biológicos, somos seres bio – culturales».