Por Juan Carlos Manríquez
Abogado
En pocos días el texto final de la nueva Constitución Política será entregado por la Convención Constitucional al Presidente de la República, para que éste convoque al plebiscito que, por medio de su aprobación o rechazo, comience a despejar las dudas que agobian a no pocos y cuyas respuestas tienen a varios más en vilo.
Ciertamente Chile no es un país que haya mantenido en sus 200 y algo años de historia un solo texto de ley fundamental, ni menos, uno breve y estable que haya regido en un lugar exento de los avatares que imponen las revueltas, rencillas, caudillismos o diferentes proyectos de sociedad con sus respectivos modelos económicos.
La gestión de la vida política y los acuerdos de gobierno en Chile han pasado por relllertas, dictaduras, motines, golpes, guerras civiles y las laceraciones inherentes a la “amistad cívica” que debe imperar en el Congreso entre los diferentes bloques, que, más o menos, siempre se han portado como una tribu con espíritu de fronda, ya se autodeclaren pipiolos, pelucones, ultramontanos, falangistas o se arrimen a las tiendas que pueblan los nuevos territorios plenos de colectivos de nacientes MAPU con IPhone, como dice es posible calificar a parte relevante de la nueva pléyade gobernante el historiador Gonzalo Peralta.
Debo confesar que leí los 499 artículos del borrador aquel, y he tenido el “privilegio furtivo” de hacerme del “texto armonizado”, incluida la polémica bien puesta acerca de la similitud algo vergonzante de esta última con la Carta de Bolivia que instaló el Prof. Dr. Lautaro Rios, con erudición y paciencia (El Mercurio, Ex Ante, LUN, etc).
Los lectores de este prestigiado medio seguramente también han hecho dispendio de su tiempo, privándose de su familia, amigos o diversiones mejores, para tratar de forjarse una opinión seria sobre la Constitución que se propone para Chile, que no huelga decir, ha de fijar los límites al poder y las bases de la institucionalidad, por medio de un balance de derechos y de deberes, aunque estos últimos sea algo más difícil hallarlos, sobre todo los individuales, porque los que se imponen al Estado los soportamos todos y cada uno de nosotros. O sea, por el hecho de declarar derechos esos no se materializan por arte del birlibirloque, y si a los deberes se rehuye, el resultado no se asoma muy bueno.
En materias de Justicia, se ha dicho que el nuevo sistema binario que se propone es sobre todo un acto de redención y de liberación que de solución de conflictos. Más bien, se propone resolver los asuntos litigiosos ex ante con la mirada del intérprete de la ley motivada por el enfoque de género, de los derechos de la naturaleza, de la tierra, de los derechos fundamentales, la diversidad y la cosmogónica originaria u aborigen, porque el que ha imperado hasta ahora lo ha hecho “desde la imposición clasista, oligarca y patriarcal” para someter a los más débiles, en aras de mantener los privilegios y negocios de los más poderosos. (Urrutia, El Mostrador, 27.6.22). Las reglas de interpretación de la ley, entonces, habrían también de ser sustituidas por esta hermenéutica sistémica que muestra al Derecho como un elemento de dominación, para plantear soluciones siempre pro dominado y por ende, deconstruyendo, y reconstituyendo en cada caso “la justicia” de las instituciones para soltar las cadenas del abusado por el contrato, la relación laboral, el matrimonio, la convivencia, la filiación y los deberes civiles a través de sentencias de redención corta cadenas.
Como vemos, en este nivel de interrogación al proyecto, si esto es así, entonces el Parlamento, llámese cómo se llame, y el Ejecutivo, carecen de real imperio, pues en verdad se instala el “gobierno de los jueces sacerdotes”, experiencia que ya conocimos en el antiguo Egipto no en sus épocas de esplendor, y también asomada en experimentos posteriores, pero nunca con resultados halagüeños.
La idea del juez-sacerdote-liberador no me gusta, tampoco la del juez que gobierna según su propia Ínsula de la Barataria, porque incluso los que saben de derechos humanos no están de acuerdo con ello, pues afecta la imparcialidad y la objetividad del juzgador. Un juez así es un pequeño Mesías ad hoc.
La Corte Europea de Derechos Humanos, con ocasión de las sentencias en los casos de Pabla KY contra Finlandia en junio de 2004, y Morris contra el Reino Unido en febrero de 2002, ya había hecho explicita su posición con respecto a los aspectos objetivos y subjetivos de la imparcialidad que deben guardar los jueces:
“Primero, el tribunal debe carecer, de una manera subjetiva, de prejuicio personal. Segundo, también debe ser imparcial desde un punto de vista objetivo, es decir, debe ofrecer garantías suficientes para que no haya duda legítima al respecto. Bajo el análisis objetivo, se debe determinar si, aparte del comportamiento personal de los jueces, hay hechos averiguables que podrán suscitar dudas respecto de su imparcialidad. En este sentido, hasta las apariencias podrán tener cierta importancia. Lo que está en juego es la confianza que deben inspirar los tribunales a los ciudadanos en una sociedad democrática y, sobre todo, en las partes del caso”.
Los landmarks que propone el proyecto de texto constitucional para asumir el rol de juez-sacerdote-liberador están puestos hartos pasos más allá del juez activista, donde hasta este último, que nunca ha sido de recibo, queda corto.
Entonces, la duda cambia de eje: si el texto se rechaza, ¿podrán los 4/7 en el Congreso ser una herramienta de bien común, o serán sólo una tabla de liberación, pero ahora para el Congreso?