No, no es exageración. Es un diagnóstico. Y no viene del diván, sino de la Universidad de Oxford, que ha elegido como palabra del año “Brain Rot”, pudrición cerebral. Un término duro, inquietante… pero honestamente necesario. Porque por fin alguien le puso nombre al malestar difuso que sentimos cada vez que cerramos TikTok y no sabemos en qué se nos fue la última hora. Porque sí, algo se está pudriendo. Y no es solo el tiempo, es la voluntad, la atención, el alma.
Vivimos en una época en que lo que más se cotiza no es el oro, ni el litio, ni siquiera el tiempo: es tu atención. Y las redes sociales, como sistemas diseñados quirúrgicamente para secuestrarla, han perfeccionado el arte de seducirnos con recompensas vacías. Te lanzan una chispa de dopamina por cada like, por cada video que te saca una risa rápida o una indignación fugaz. Nada profundo, todo inmediato. Una recompensa sin esfuerzo, una gratificación sin sentido.
¿Sabes cuál es el problema? Que nuestro cerebro no fue diseñado para esta avalancha constante de estímulos. El sistema de recompensas que antes se activaba al lograr algo significativo —una conversación profunda, terminar un libro, aprender una habilidad— ahora se dispara con un simple scroll. Nos volvemos adictos a lo fácil. Y eso, como terapeuta, lo veo cada semana en la consulta: adolescentes desmotivados, adultos que ya no disfrutan del silencio, padres que no pueden sostener una conversación sin mirar el teléfono. No es falta de voluntad. Es fatiga del alma.
Y lo más grave es que esta saturación digital viene acompañada de un sentimiento creciente de soledad, vacío y desesperanza. Nos venden conexión, pero nos dejan aislados. Nos ofrecen entretenimiento, pero nos roban el propósito. Es un círculo perfecto: cuanto peor nos sentimos, más buscamos evadirnos en la pantalla. Y cuanto más nos evadimos, más se atrofian nuestras capacidades de amar, concentrarnos, crear.
Pero no todo está perdido. Porque la solución, está en el mismo lugar donde surgió el problema: en el uso que hacemos de la tecnología. Y aquí no hablo como un dinosaurio anticuado ni como un coach de frases lindas: hablo como alguien que acompaña a seres humanos reales, cada día, a salir de este embotamiento emocional.
¿Qué podemos hacer?
No se trata de demonizar la tecnología. Se trata de humanizar su uso. De recordar que los algoritmos no tienen ética, pero nosotros sí. Que el verdadero progreso no es tenerlo todo al alcance de un click, sino saber elegir lo que vale la pena mirar.
Porque al final, lo que se pudre no es el cerebro. Es el sentido. Y recuperarlo está en nuestras manos.
Por Nicolás Cerda Díez
Sicologo