Por Mariela López Medrano
Periodista
Es un hecho que la salud mental en Chile es un tema urgente de tratar, más del 20% sufre de este mal y si nos comparamos con el resto de los países llevamos la delantera. Según el Ministerio de Salud, esta enfermedad es la segunda causa de años de vida perdidos por muerte prematura y discapacidad en mujeres.
Pero no sólo las cifras de enfermos son relevantes, otra de las preocupaciones es el escuálido financiamiento, sólo un 2,5% aproximadamente del total del presupuesto en salud, se destina a salud mental; el promedio OCDE es del 7%. Y si nos comparamos con países desarrollados, quedamos mucho más atrás, por ejemplo, Australia destina más del 10% y Nueva Zelanda más del 11 %.
Este presupuesto en salud mental se traduce a su vez en varias carencias que tienen que ver con la falta de profesionales, con camas psiquiátricas y con los escasos programas de prevención. Si bien el GES ha significado un poco de alivio, sólo el 1,8% del presupuesto GES va a salud mental.
Es necesario tener una visión a largo plazo y realizar reformas profundas. Primero, reconocer que tenemos un problema grave y que tiene consecuencias: discapacidad, abuso de sustancias, suicidio, entre otros factores. Sin tomar en cuenta que la depresión no afecta a todos por igual, por cada hombre deprimido hay cinco mujeres con este trastorno en Chile y que las personas de menores ingresos tienen menos tratamiento.
En segundo lugar, crear una Política de Salud Mental y recoger la complicidad de todos los estamentos del Estado, de las organizaciones y fundaciones, para construir los fundamentos de una estrategia que se ocupe de la atención temprana de la depresión, de las urgencias y de programas de prevención.
La ONU ya advirtió que después de la crisis sanitaria del COVID-19, viene la crisis en salud mental. Lo ideal sería afrontarlo sin incertidumbre, sino con las herramientas necesarias para hacer frente con un plan nacional y con mirada a largo plazo.