Es difícil comprender lo que está ocurriendo en Venezuela, aun teniendo toda la información en cuenta. A poco más de dos semanas del proceso electoral, la situación sigue teñida de tensión, incertidumbre y con un gobierno de facto que ocupa la represión como herramienta política en contra de opositores vociferantes, detractores medianamente silenciosos e, incluso, moderados chavistas cuestionadores. A pesar de la polarización existente en los últimos meses —arrastrada desde años, en realidad— el gobierno de Maduro radicalizó la retórica y escaló la intervención en la población: a la vigilancia vertical estatal, sumó la horizontal, es decir, ciudadanos persiguiendo ciudadanos. Para Maduro, la tecnología ha sido uno de los puntos en fricción, tensión y obsesión en las últimas dos semanas. La aplicación móvil utilizada usualmente para avisar sobre incidencias, cortes de electricidad o pedir asistencia técnica por fallos en la infraestructura urbana, fue transformada en una plataforma digital para delatar opositores, avisar movimientos y actividades que los vecinos considerasen medianamente sediciosas, exacerbando la enemistad cívica, polarizando al extremo a una población ya de por sí dividida y sembrando el temor y la ansiedad de la sospecha. Luego, la arremetida contra la plataforma de comunicación WhatsApp, herramienta imperialista y facilitadora de la sedición; días más tarde se sumó la suspensión temporal de la aplicación X, del enemigo de la libertad de los pueblos, Elon Musk, y, ahora último, una cruzada contra TikTok, paradójicamente de origen chino, aliados de Maduro, por ser “promotora de la guerra civil”, solo por suspender las emisiones en vivo del líder del régimen. Maduro, implacable y delirante a partes iguales, se ha sostenido en la retórica del abismo —“yo o la nada, yo o el caos”— y ha intentado construir a un enemigo externo con el fin de unir a una población que ya no cree nada, fracturada por años de recesión económica y la mentira de una promesa de libertad mezquina y esquiva, siempre alejada por culpa del bloqueo y los poderes fácticos, de Estados Unidos y el fascismo, o el enemigo de turno que parezca generar consenso entre las filas del chavismo más duro, por decir algo, aunque en parte sea cierto. Acá el patrón de conducta sigue la lógica estructural de cualquier régimen autoritario: aislar a la población del resto del mundo y confundir a este último respecto de lo que realmente está pasando en Venezuela. El aislacionismo, el manejo de los medios de comunicación y la unificación de un criterio nacional y nacionalista. ¿Qué podría haber detrás del discurso de Maduro? ¿Qué le importa a América Latina y cuáles podrían ser las posibles salidas de esta crisis, si es que hubiera? Son más las preguntas que las certezas.
1.- Elecciones sin vuelta. Los resultados de los comicios, que oficialmente dieron por ganador a Maduro y extraoficialmente, según la oposición que presentó un poco más del 80% de las actas electorales digitalizadas —posibles de legitimar debido al sistema electrónico venezolano de doble validación—, otorgaron la victoria a González y tienen parcialmente dividida a la región. Parcialmente, hay que insistir, porque hay una clara tendencia en toda Latinoamérica a considerar que la proclamación de Maduro carece de legitimidad, estaría asociada a un fraude evidente e indisimulable —para no decir burdo— y, en resumen, huele mal. Porque, hedieron los porcentajes cerrados y sus respectivas cantidades de votos que no cuadran con un cálculo simple estadístico (menos aún los primeros porcentajes oficiales que daban la suma de un 132%). Tampoco ayuda que, a dos semanas de las elecciones, no existan o no se hayan presentado ninguna de las actas que puedan validar el triunfo de Maduro. Menos aporta a la causa venezolana que los principales países que reconocieron y celebraron el triunfo chavista tengan un cuestionable ejercicio de la democracia —al menos en su forma liberal occidental— o, derechamente, sean gobiernos autoritarios y/o totalitarios. Al pasar de los días, la mayoría de los vecinos latinoamericanos se apresuraron a condenar el fraude y a poner en alerta la fuerte represión de la primera semana que llevó a la muerte a casi treinta personas y cientos de heridos. Boric y Milei, por citar antípodas ideológicas, fueron categóricos en cuestionar los resultados, pero solo uno reconoció la victoria del opositor, mientras el otro fue más cauto y no se ha pronunciado sobre ello. El centro Carter, invitado y avalado por el régimen de Maduro, rechazó la proclamación de Maduro y alertó sobre la descomposición institucional venezolana, solo por citar algunos ejemplos. A partir de esto, y solo como un apéndice frente a la corrosión de ciertos principios liberales occidentales, bien habría que analizar qué es lo que se entiende por democracia, cuál es la valoración de esta y si todas las sociedades latinoamericanas —o mundiales— la entienden de la misma forma, considerándola un camino viable para el ejercicio del poder. Pero esa es otra cuestión.
¿Cómo se sube del abismo? Lo cierto es que es una pregunta compleja. Todos los informes y especulaciones —pues si de algo hay seguridad es de la incerteza— señalan que uno de los caminos seguros para la salida de la crisis sería el quiebre del ejército, es decir, la separación de los sectores disconformes de las Fuerzas Armadas. Allí, hay cuestiones profundas: un ejército atomizado, pero paradójicamente centralizado en la figura de Padrino López, Cabello y, por supuesto, el recuerdo de Chávez. Por otra parte, los niveles de corrupción y vinculaciones con el crimen organizado producen una nerviosidad que sería muy difícil de operar sin hacer alguna incisión que genere una hemorragia vital en las instituciones venezolanas. De ahí que la presencia de tres actores latinoamericanos, más uno norteamericano, sea vital: Brasil, Colombia, México y Estados Unidos. Una posible negociación entre estos y el régimen, podría hacer que, si se dieran una serie de factores internos y externos, tales como la antes mencionada división del ejército, la cohesión y voluntad institucional de una oposición perseguida y fatigada, la presión internacional, etc., se diera el clima propicio para la salida más o menos pactada de Maduro. Esta opción hoy se ve lejana y compleja, hay que decirlo, pues conlleva dos conceptos que valen una revisión futura: amnistía e impunidad. Ambos, solo en América Latina, han ido de la mano por los claroscuros de la historia reciente, ya sea en desarmes guerrilleros o en transiciones democráticas. Ambos, indistintamente, producen dolor. Ambos, como dos abismos, se miran y se llaman. No por nada hay un verso bíblico que dice: “un abismo llama a otro”.