Hay algo que se ha roto en nosotros.
No fue de un día para otro, ni con una bomba. Se rompió con el silencio, con la costumbre, con el gesto automático de pasar una tragedia con el dedo. Como si el dolor ajeno fuera parte del paisaje.
Mientras Gaza arde y las sirenas suenan en Tel Aviv, mientras Irán y Estados Unidos tensan sus sombras y Rusia arrastra a Ucrania por el lodo de la historia, nosotros vemos todo esto como si fuera una serie más. Con palomitas. En 4K.
Y no porque seamos malos. Sino porque estamos cansados. Saturados. Sobreinformados y vacíos.
La guerra ya no estremece. Se ha vuelto parte del feed. Un hospital bombardeado entre un tutorial de maquillaje y un video de gatos. Una madre gritando el nombre de su hijo muerto, entre una receta rápida y un meme.
Y entonces uno se pregunta:
¿Cuánto dolor podemos ver sin rompernos por dentro?
La salud mental del mundo no estalla como un misil, pero se desmorona cada vez que nos convencemos de que esto no me toca.
De que mientras no llegue a mi calle, a mi país, a mi hijo… está lejos.
Pero el sufrimiento no tiene nacionalidad.
Y el alma humana no entiende de fronteras.
La mujer como símbolo, como botín o como amenaza. Hay una guerra paralela que nadie menciona en los noticieros: la que se libra sobre el cuerpo de las mujeres. En regímenes donde se les borra el rostro, donde se les apedrea la voz.
Y eso, aunque duela admitirlo, también es parte del mismo conflicto entre mundos. Entre ideas. Entre futuros posibles.
Decía Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena.”
Y hoy ese silencio no suena a complicidad, sino a costumbre.
A “no tengo tiempo para pensar en eso”.
A “ya no sé qué hacer con tanto”.
¿Dónde están los himnos por la paz?
¿Dónde las guitarras que cantaban por la vida en los 80?
Hoy, los movimientos están fragmentados, los jóvenes distraídos y los adultos… resignados.
La empatía no se hereda, se construye.
Y en este momento, la estamos dejando oxidarse en algún rincón del alma.
La violencia no hace girar al mundo. Lo desordena. Seguimos avanzando, sí. Pero no siempre hacia adelante. El progreso moral no es automático. Hay que elegirlo cada día.
Hay que resistir al cinismo. Volver a sentir. A conmovernos.
A cuidar que no se nos apague el corazón entre tanto dato y tanta imagen.
Porque si algo nos queda, es esto:
la capacidad de mirar el dolor del otro
y aún así decir:
“Esto sí me importa.”
Por Nicolás Cerda Díez, Psicólogo Clínico